El sonso trabaja gratis, el torpe trabaja mal y el conchudo no trabaja, pero hace como si lo hiciera.
Hay una cuarta opción de actitud laboral, ícono del coaching y el ñoñismo de la autoayuda, que es aquella donde uno trabaja en lo que le gusta. El que usted odie a su jefe no significa que esa posibilidad no exista en este mundo cruel.
Ojo: no estamos hablando del sobón, espécimen muy distinto y desagradablemente untuoso que en realidad no trabaja, sino que administra adulación estratégica.
Hablamos, en cambio, de quien ha tenido el tino —o la fortuna— de escoger como oficio un quehacer que podría hacer gratis. La razón de esa gratuidad potencial es simple: disfruta haciéndolo. Pero como no es sonso, factura justicieramente por ello.
Estas coincidencias inducidas entre el deber y el placer, decisión vecina del esquivo territorio de lo feliz, son siempre escasas. Y punibles. Suelen generar resistencia de parte de los sonsos, los torpes y los conchudos, incómodos con aquello de estar moviéndoles la valla o, peor aún, que alguien encuentre realización en lo que para ellos o es un suplicio o es un simulacro.
En todos los casos, indefectiblemente, entran a tallar en la oficina las circunstancias de la vida personal. Y viceversa. Esa delgada línea de fricción entre la performance laboral y la vida privada, sea esta familiar o misántropa. Los límites entre ambos, ya destruidos durante la pandemia, se entremezclan permanentemente gracias a la ubicuidad entrometida del wifi. Es malo estar permanentemente disponible para el trabajo, pero es peor no estarlo cuando un incendio de oficina lo requiere.
En esa intersección problemática entre trabajo y privacidad es que entra a tallar una miniserie de Apple con la capacidad de alojarse en la corteza cerebral de quien la vea. Se llama Severance. Una traducción literal sería Separación.
La palabra hace justicia al concepto de la historia: con el fin de acabar con llevar la carga personal al trabajo, y viceversa, una compañía que nadie sabe exactamente a qué se dedica —se llama Lumon— practica en sus empleados una intervención quirúrgica para separar su vida laboral de su vida personal.
Funciona así: Gracias a un chip instalado en el cerebro, al entrar a la oficina —en el ascensor—, el empleado pierde conciencia de su vida real. Dentro de las instalaciones laborales no tiene registro de su vida exterior.
Recíprocamente, al salir de la oficina —otra vez en el ascensor— el chip interviene y el individuo olvida lo que hizo, hace y hará en el trabajo. Es una esquizofrenia voluntaria.
El creador de Severance se inspiró, como era de esperarse, en un trabajo que no soportaba. Era uno de esos que hacen de los lunes pozos de desolación y hastío, donde los minutos parecen horas por su capacidad de extinguir sueños y pasiones consumiendo improductivamente tiempo irrecuperable. Todos hemos pasado por trabajos así. Es más, los acabamos poniendo en nuestros CV, a mucha honra.
En Lumon a la persona desdoblada que vive fuera de la oficina se le conoce como outie. A la que trabaja se le llama innie. Los problemas surgen cuando los de adentro, los innies, empiezan a fracturarse mentalmente al tomar conciencia de que — irónicamente— no tienen conciencia de sí mismos. ¿Tienen familia, pasado, intereses más allá del trabajo incomprensible que hacen?
Lumon, la empresa que prospera gracias a este quiebre psicológico, tiene la estructura y protocolos propios de una secta. Inducen a los trabajadores desdoblados un sistema de creencias destinado a infantilizarlos al máximo. El propósito es claro: los empleados no tienen que existir, tienen que funcionar.
Y la función que desempeñan es una metáfora del trabajo sin propósito, que se da en empresas que solitas se perfilan como fábricas de infelicidad en quiebra.
Los protagonistas trabajan en el Departamento de Refinamiento de Macrodata. Su día a día consiste en descartar números impuros frente a una pantalla (¿?), tarea que deben ejecutar con base en su instinto. Es decir, cualquier huevada.
La serie confirma algunos postulados psicológicos. Uno es que cuando las personas están sujetas a un ciclo de estrés permanente y sin resolución —como realizar un oficio que no lleva a ninguna parte— adquieren lo que se llama indefensión aprendida: se vuelven inútiles emocionales que nunca harán nada por mejorar, ni la calidad de su vida, ni la de su trabajo, ni la de sus mascotas.
Lo preocupante que se desprende de Severance es que el ideal de separar el trabajo de la vida real, utopía en la que algunos fantasiosos recurren a figuras poéticas como el balance o el equilibrio, tal vez no solo sea imposible, sino, además, inútil.
Uno no es lo que dice, sino lo que hace. Y si su trabajo consiste en hacer cojudeces, pues lo lamento mucho y que le vaya bonito.