El presidente de los EE.UU., Donald Trump, ha hecho de la amenaza con la aplicación de tarifas arancelarias a la importación de productos extranjeros su principal herramienta para conseguir sus objetivos geopolíticos y económicos.
Que México retenga a los inmigrantes en su territorio, que Canadá sea más severa con China, que la UE pague su cuota a la OTAN, que las fábricas asentadas en la Unión Europea, China o México —que hoy exportan sus productos a los EE.UU.— se instalen en la tierra del ‘Tío Sam’ son algunas de las demandas del presidente Trump. Caso contrario, estos países o bloques económicos deberán afrontar aranceles de 50%, 100% o más.
Vale la pena reflexionar sobre las barreras arancelarias y sus efectos tanto en la asignación de recursos como en el nivel de bienestar de los consumidores.
Una tarifa arancelaria es el encarecimiento arbitrario, por parte de un Gobierno, sobre un determinado producto proveniente del exterior. Irónicamente, cuando se aplica una barrera arancelaria para castigar a un productor foráneo, es el consumidor del propio país el que recibe el castigo, ya sea a través de precios más caros por el producto que quiere comprar, el encarecimiento de productos locales sustitutos (aumenta la demanda ante el encarecimiento del producto foráneo) o adquiriendo productos de menor calidad a un mismo nivel de precios. Al final, los aranceles los paga el consumidor del país que los aplica.
Adicionalmente, hay una afectación de la libertad individual del ciudadano de poder comprar lo que le dé la gana sin que un burócrata altere la relación de precios relativos. El Gobierno, cobrando la tarifa arancelaria a la importación y el empresario que, con la protección arancelaria, puede “pescar en la pecera” cobrando más y compitiendo menos son los ganadores.
Además, está el efecto pernicioso del proteccionismo en la asignación eficiente de los recursos de la economía y el desaprovechamiento de las ventajas competitivas de los países.
Al encarecer arbitrariamente la competencia externa, actividades en las que los productores locales no tendrían una ventaja real para competir empiezan a tenerla y así aparecen una serie de industrias que se sustentan, no en su mejor calidad, menores precios o mayor productividad, sino en la protección arancelaria, es decir, en limitar las opciones del consumidor y obligar al ciudadano a pagar más por cosas que en el resto del mundo cuestan menos.
En el tiempo, esto deviene en una clase empresarial mercantilista y prebendaria, que se mal acostumbra a hacer los negocios en las antesalas de los ministerios y no en el fragor de la competencia en el mercado. El Perú ya padeció los nefastos efectos del proteccionismo económico.
Felizmente, hoy más del 90% de nuestro comercio internacional está amparado por tratados de libre comercio. Las reformas deben ir hacia más libertad y más competencia. Esperemos que los vientos proteccionistas no soplen por acá.