"Reynoso demoró todavía algunos segundos más en articular el nombre que quería transmitir, el nombre que había llegado a su mente al verlo, mejor dicho, al reconocerlo".
"Reynoso demoró todavía algunos segundos más en articular el nombre que quería transmitir, el nombre que había llegado a su mente al verlo, mejor dicho, al reconocerlo".

¿Qué hacía el entrenador de la selección de futbol, Juan Reynoso, sentado, solo, con la mirada clavada en la mesa, en un bar de la zona menos residencial de Santiago, la noche en que Chile nos derrotó sin pena, sin gloria y sin Tapia?

En principio, se podría pensar que la victoria chilena lo devastó a tal punto que no pudo procesar el dolor. Que fue tal la frustración que decidió salir a ahogar sus penas con algún pisco peruano o, ya si es cuestión de procurarse el mayor sufrimiento posible, un pisco chileno (si es que eso existe). Sin embargo, aquellos que conocen a Reynoso saben que prefiere el encierro, el confinamiento personal y un repaso eterno a la pizarra, a sus apuntes y a cualquier información que le permita explicarse, siquiera a sí mismo, el motivo de su caída en desgracia. Pero entonces, ¿qué pasó?

Cuando el bus regresó al hotel y la delegación —uno a uno— empezó a descender, un humilde letrero hecho de cartulina y garabateado con plumón, que rezaba “Reynoso, fírmame mi polo”, llamó la atención y le ganó la voluntad al director técnico. A Reynoso no solo le había intrigado aquel apoyo en un momento tan álgido, sino, en particular, que el protagonista de tal cuadro era un niño. Entonces, Reynoso se acercó y saludó al pequeño hincha. Ocurrió que mientras Reynoso firmaba la camiseta talla small, con el mensaje “para ir al mundial, lo que valen son los puntos y no el juego bonito”, un grupo de hinchas peruanos, con altísimas probabilidades de salir bastante mal en una prueba de alcoholemia, apareció de golpe. Reynoso, desde luego, no tenía la más mínima idea de dónde habían venido, pero sí se tenía muy claro que se dirigían hacia él. Ni él mismo sabe cómo lo hizo, pero pudo escapar de aquella multitud, aunque la maniobra le costó la pérdida de su celular.

Luego, caminó derecho, una, dos cuadras, pero después viró a la izquierda al ver que otro grupo de hinchas, esta vez chilenos, se aproximaba directo hacia él. Entonces, recordó la gorra que llevaba en el cinto del buzo y, no sin cierta dificultad, se la colocó. Luego, a medida que se iba perdiendo más, iba comprendiendo, por el descuido de las pistas y la oscuridad de las calles, que se estaba metiendo en zonas cada vez más peligrosas. Y así quedó demostrado cuando divisó, una cuadra delante de él, a unos tres sujetos de nada dudosa procedencia. Con el miedo copándole el cuerpo, ingresó a la primera puerta abierta que vio. La música, la luz tenue, el olor y el tono de las voces le indicaban, sin duda, que había entrado en un bar. Vio una mesa vacía y llegó a ella, con el apremio con que un hombre en el mar llega a un salvavidas.

Reynoso no lo sabía, pero la mayor sorpresa de la noche recién estaba por ocurrir. Mientras iba pensando cuál sería la mejor manera de volver al hotel, de preferencia, sin ser lastimado físicamente, escuchó un nombre que lo dejó paralizado: el suyo. En efecto, en medio de la grisura del ambiente, a través de la música pésimamente ecualizada, alguien le dijo: “¡Juan!”.

Trémulo de emoción y de temor, volteó en busca del origen de esa voz. Fue, como dicen, una mezcla de sentimientos encontrados que no solo se encontraron, sino que se mezclaron, se juntaron, se intercalaron y, al final, se fusionaron. Los ojos bien abiertos y la boca ligeramente abierta fue la traducción física de ese coctel de emociones.

—Juan —volvió a repetir la voz, la persona, el hombre que estaba en la mesa del lado— ¿qué haces por aquí? —Reynoso demoró todavía algunos segundos más en articular el nombre que quería transmitir, el nombre que había llegado a su mente al verlo, mejor dicho, al reconocerlo.

—¿Vladimir Cerrón? —preguntó Reynoso, con cautela, casi pidiendo permiso— ¿Es usted, verdad?

—Sí —respondió—, soy yo. —Luego, hizo un además de pedir permiso y se pasó a la mesa del entrenador de la Selección Peruana.

En ese momento, Reynoso se olvidó por completo de su situación, del lugar donde estaba, incluso del lugar en el que Perú estaba en la tabla de posiciones (penúltimo, por cierto). Lo único que ocupaba sus pensamientos era qué diablos hacía Vladimir Cerrón, el corrupto, prófugo de la justicia, en ese bar santiaguino.

—Entiendo que usted vino a Chile para esconderse —dijo Reynoso.

—En realidad, vine a ver el partido.

—Vaya, cualquiera diría que no hay mucha voluntad por capturarlo.

—¿Cómo te lo digo? —dijo Cerrón— Digamos que en el Perú me buscan tanto como tus equipos buscan el arco contrario.

Reynoso sonrió solo de compromiso.

—Todavía no me responde qué hace usted aquí —dijo Cerrón.

—Parece mentira, pero terminé aquí huyendo de un grupo de desadaptados.

—Te entiendo. A mí me pasó lo mismo. También terminé aquí huyendo de un grupo de desadaptados que se creen dueños de la justicia en el Perú.

—Creo que no es lo mismo —dijo Reynoso—. Y no lo tome a mal, pero lo mejor que podría hacer es entregarse.

Cerrón lanzó una carcajada. En otro lugar hubiera llamado la atención, pero no en ese bar.

—¡Cómo se te ocurre, Juan! —dijo Cerrón—. Es como si yo te dijera que dejes de jugar a no perder. Con todo respeto, pero antes, con Gareca, el equipo competía. ¿Y ahora?

—Las eliminatorias recién comienzan. Esto es un proceso.

En ese instante tres hombres entraron al bar. Eran los mismos que había visto Reynoso. Luego de mirar por todos lados, fijaron su vista en la mesa de Reynoso y Cerrón. Estos también se quedaron viéndolos.

—Esos vienen por mí —murmuró Reynoso.

—Tranquilo, Juan. Esos hombres vienen por mí. Son parte de mi seguridad.

Cerrón se levantó. Reynoso volvió a sentirse desamparado.

—¿Sabe algo? —dijo Reynoso—. Estoy sin celular y la verdad no sé cómo regresar al hotel.

—No te preocupes, Juan. Nosotros te llevamos hasta el hotel. Eso sí, necesito que me hagas un favor.

—Si me vas a pedir que cambie mi manera de jugar ante Argentina.

—No, no es eso.

—Ah, ya, claro. Se supone que no te he visto.

—Eso mismo —dijo Cerrón—. Nunca me has visto. Nunca hemos conversado.

—Claro, así será. Igual quién lo creería.

Minutos después, un auto dejó a Reynoso en el frontis del hotel. Apenas lo vieron entrar, su grupo de asistentes lo abordó y lo llenó de preguntas. Reynoso las escuchaba, pero no las entendía, como si llegaran deshechas a sus oídos. En su mente, en cambio, un pensamiento distinto, nuevo, una idea revolucionaria le daba vueltas: ¿Y si permito a mis jugadores atacar?