Quizá fue producto del azar, del destino o de la providencia, pero en el momento que la presidenta Dina Boluarte, cansada de la estación de noticias, le pidió a su chofer que ponga “algo de música”, los parlantes del auto arrojaron el coro de una conocida y alegre canción: “Yo solo quiero pegar en la radio, para ganar mi primer millón”. Boluarte que, en cambio, quiere que no le peguen —que no le sigan pegando, envidiosos— por igual motivo —todos tienen derecho a ganar su primer millón, aunque no se sepa de dónde—, estalló en cólera, demandó que apaguen la radio ya mismo, si se puede para siempre, y si no despidió al conductor en ese instante fue porque alguien tenía que llevarla, lo más pronto posible, a la oficina de su abogado.

Apenas Boluarte bajó del vehículo oficial, el portero del edificio dibujó una sonrisa forzada en su rostro, y entrecerró los ojos por el reflejo solar. Luego, cuando ella pasó junto a él, le hizo una leve reverencia. Aprovechó entonces para intentar ver, aunque sea de reojo, el famoso reloj presidencial. Sin embargo, quedó decepcionado: la muñeca de Boluarte lucía desnuda.

La oficina del abogado de la presidenta —damos su nombre en el siguiente párrafo—, se ubica en el séptimo piso de un moderno edificio en Miraflores. Arrojada por el ascensor, Boluarte fue recibida por la secretaria. Mientras iba acompañando a la presidenta, también trató de observar el Rolex —desde que supo que Boluarte iba a ir no hablaba de otra cosa con sus amigas, “si puedes, tómale foto”—, pero se llevó similar frustración. Sin embargo, la cartera que llevaba la presidenta le llamó la atención.

Mateo Castañeda, exfiscal y exdefensor de José Luna, lucía un impecable terno color plomo rata y unos zapatos que parecían de estreno. Con su sonrisa contenida, sus ojos de castor y su peinado de raya al lado, saludó con mucha efusión a la presidenta. Castañeda, como parece que no podía ser de otra manera, buscó con la mirada el famoso reloj. Al no verlo, su mirada se iluminó.

—Vaya —dijo con un tono apenas altivo—. Veo que siguió mi consejo.

Boluarte, que estaba sentada en un pequeño mueble, no encajó bien la cadencia de su voz.

—¿A qué se refiere? —preguntó aunque sabía muy bien a qué se refería.

Castañeda supo leer la incipiente molestia que iba naciendo en el rostro de Boluarte.

—Ah, no —dijo Castañeda, con la forma más humilde posible—. Me refería a su reloj. Qué bueno que ya no lo esté usando.

—Sí, pues —respondió Boluarte, asintiendo a la vez con la cabeza—. Todo el mundo me pidió que me lo quitara y justamente por eso no quería quitármelo, pero, bueno, qué se le va a hacer.

—¿Y la pulsera Cartier?

—Tampoco la he vuelto a usar.

La puerta empezó a sonar y, casi al mismo tiempo, se fue abriendo. Boluarte y Castañeda voltearon y vieron a la secretaria asomándose.

—¿No quieren agua, gaseosa, café o alguna otra cosa?

Ambos negaron con la cabeza y la mujer retrocedió hasta volver a cerrar la puerta.

—Bueno, señora presidenta. Imagino por qué viene. Por el millón.

—Exacto —dijo, con voz apagada—. Esto sí me preocupa.

—Y no le falta razón. Lo que no me explico es por qué la denuncia aparece recién. Tengo entendido que el informe de la Unidad de Inteligencia Financiera es de 2022.

—Exacto. Pero eso no me sorprende para nada. Las denuncias son como las enfermedades: aparecen cuando las defensas bajan.

Castañeda soltó un suspiro.

—Vaya, me gustó esa comparación. ¿Quién dijo eso?

—Yo. Acabo de decirlo.

—Ah, pensé que lo había escuchado en otro lado.

—¿Por qué? ¿Crees que no puedo pensar algo así?

—No he dicho eso.

Boluarte negó con la cabeza. La puso de mal humor que la subestimen y, peor todavía, el no poder recordar dónde leyó esa frase.

—Vamos a ver, señora presidenta. Centrémonos en el tema del dinero. Aunque no lo crea, un millón tampoco es mucho dinero.

—Le creo.

—Hay muchas maneras de justificar un monto así. ¿Usted juega la Tinka?

Boluarte se pasó la mano por un lado del rostro, como si estuviera esparciendo alguna crema.

—¿Qué pasa, señora presidenta?

—A mí lo que más preocupada me tiene no es tanto lo que se sabe, sino lo que se puede saber.

—¿Qué quiere decir con eso?

—El informe de mis cuentas es hasta noviembre de 2022.

—A usted le preocupa que haya un informe actualizado, hasta este año.

—Eso mismo.

En la mente de Castañeda empezaron a revolotear un sinfín de ideas, como pequeños papeles dando vueltas. Entonces, cogió uno.

—¿Y si ese informe ya existe? ¿Y si solo están esperando que declare sobre sus cuentas para luego enrostrarle la nueva información? Ahí sí no se salva de la vacancia.

De súbito, la presidenta pareció desactivarse, apagarse, desparramarse sobre el mueble, tal marioneta a la que le acaban de cortar los hilos.

Los latidos de Castañeda se aceleraron. Sus oídos se taparon y, por unos segundos, lo único que escuchó fue su propio corazón a punto de reventar. Caminó rápido y abrió la puerta de la oficina. Desde ahí, gritó por un vaso de agua y luego volvió para samaquear, con todo respeto, a la presidenta. Cuando la secretaria entró con el pedido, Boluarte ya había reaccionado.

Después de varios minutos, el movimiento en la calle de los miembros de su seguridad y de algunos policías de tránsito, anticiparon la salida de Boluarte. La presidenta bajó por el ascensor y, al salir del edificio, pasó otra vez junto al portero. Este, nervioso, le volvió a hacer una pequeña reverencia y, de paso, pudo notar las letras pequeñas y blancas que resaltaban sobre su cartera. Luego, la vio subir en su auto y partir. Y así, con el sonido de las sirenas en su cabeza, se quedó pensando: “¿Quién será Louis Vuitton?”.

En el interior del vehículo, Boluarte lucía un rostro desencajado. El temor a una vacancia volvía a asediarla, a tomarla por asalto. En ese momento, de la nada y sin que venga a cuento, apareció en su mente la melodía de esa “maldita canción”, aquella que más temprano había provocado su ira. Pero esta vez, surgió distinta, casi con su voz, como si ella misma la estuviera cantando: “Yo solo quiero llegar a Palacio, para ganar mi primer millón”.

Boluarte atribuyó aquel trance al silencio abrumador que invadía el auto. Con evidente molestia, le preguntó al chofer por qué no había prendido la radio. El conductor, desconcertado, la obedeció. En el trayecto, de regreso al centro de Lima, y con música de fondo que en realidad para ella era solo una masa sonora indistinguible, Boluarte reflexionó. ¿Podrán vacarla? ¿Llegará a 2026? ¿Cómo diablos me quito esa canción de la cabeza?

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