"Claro que lo sabía. Vásquez era el sobrinísimo de Pedro Castillo, Silva fue el titular del controvertido ministerio de Transportes y Sánchez fue el dueño de la penosamente célebre casa de Sarratea".
"Claro que lo sabía. Vásquez era el sobrinísimo de Pedro Castillo, Silva fue el titular del controvertido ministerio de Transportes y Sánchez fue el dueño de la penosamente célebre casa de Sarratea".

1 PL120823L17yuri

TXT_Listo

EDITAR GUARDAR REGISTRAR

HERRAMIENTAS

Salí del edificio, casi a medianoche, de la manera más disimulada posible. Tomé un taxi y bajé dos cuadras antes del lugar donde el informante me había citado. El local era un conocido bar antiguo que, sin duda, había conocido mejores tiempos. Ingresé, me senté en la mesa libre más apartada y pedí una cerveza.

Mientras tomaba el primer sorbo, vi que ya era la hora pactada. Me puse a pensar en ese misterioso correo que me había arrancado de la comodidad nocturna de mi departamento. Miré el celular y ya llevaba más de 10 minutos esperando. Cuando el tiempo de retraso llegó a 20, una sonrisa nerviosa brotó en mi rostro. Moví la cabeza a lados y, convencido de que nadie vendría, me recriminé. Cómo pude haber dejado que las ansias por la información me hicieran bajar la guardia, desdeñar la sospecha de lo que ahora se muestra evidente: todo había sido un cuento.

Fastidiado conmigo mismo, me dispuse a pagar la cuenta para poder irme de una vez de ese maldito lugar. Metí las manos en el bolsillo y saqué un billete de 10 soles. Alcé la mirada en busca del mozo, pero la vista me jaló hacia la puerta, donde la silueta de una mujer recién llegada se recortaba casi en contraluz. Concentrado en ella, vi entonces que atravesó el umbral e ingresó con total naturalidad, como si visitara con frecuencia lugares así. De súbito, su mirada se encontró con la mía. Luego, sin dejar de mirarme, caminó, casi desfiló hasta mi mesa.

—¿Puedo sentarme? —me preguntó, sonriendo.

—Claro —le dije, mientras guardaba el billete.

Me levanté para apartarle la silla, pero ella se sentó antes de siquiera haberlo intentado. Volví a tomar asiento.

—¿Estás esperando a alguien? —me lanzó.

—Sí, a un hombre, pero ya no creo que venga.

La mujer se jaló los rulos que caían sobre su frente. Me miró entonces con mucha atención, como si tuviera escrito un acertijo en mi rostro.

—¿Estás seguro de que está esperando a un hombre? —me preguntó, esta vez con una sonrisa más condescendiente.

Recordé entonces que el correo que recibí, donde me habían prometido información valiosa, no tenía ninguna señal que indicara si el remitente era él, o ella, o ninguna de las anteriores. Yo solo, por algún prejuicio, había dado por sentado que se trataba de un hombre.

—¿Tú eres el hombre? —le pregunté, con torpeza.

—¿Qué me dices?

—Perdón, quise decir, ¿tú eres el informante?

—La informante —me corrigió, y luego agregó, con soltura—. ¿No me invitas un trago?

Le ofrecí invitarle de la botella de cerveza que apenas había probado. Llamé al mozo y le pedí que nos traiga un vaso. Esperé que bebiera un poco antes de seguir hablando.

—Bueno, vamos al grano. Me dijiste que tenías información importantísima.

—Así es.

—Dime, ¿de qué se trata?

La mujer elevó ligeramente la cabeza y dio una mirada a las demás mesas. Luego, me observó unos segundos en silencio.

—Tú debes saber quiénes son: Fray Vásquez, Juan Silva y Segundo Sánchez.

—Sí, lo sé.

Claro que lo sabía. Vásquez era el sobrinísimo de Pedro Castillo, Silva fue el titular del controvertido ministerio de Transportes y Sánchez fue el dueño de la penosamente célebre casa de Sarratea. Los tres han sido del entorno íntimo de Castillo y se encuentran prófugos de la justicia desde hace mucho tiempo.

—¿Tú sabes por qué razón no se les encuentra hasta ahora? —me preguntó.

—Me imagino que alguna gente relacionada con Castillo todavía tiene poder y no les conviene que ninguno de los tres hable. ¿De eso se trata? ¿Me vas a decir quiénes los están protegiendo?

—No, no tengo sus nombres. Pero sí sé dónde están escondidos los tres.

Un latido empezó a resonar en mis sienes.

—¿Dónde están?

—Naturalmente, esa información tiene un costo.

—¿Un costo?

—Claro, no creerás que te voy a dar esa información así no más.

—Pero en el correo que enviaste no hablaba nada de dinero.

—No, pero era obvio.

—No era tan obvio. Conozco gente que ha dado información sin pedir nada a cambio.

—Yo no conozco a esa gente.

Yo la miré fijamente, con detenimiento, como si estuviera tratando de memorizar su rostro.

—¿Y entonces? —me preguntó, con un tono de voz más agresivo— ¿En verdad no me vas a pagar?

—No, perdona, pero nunca pago por información.

—Me puedes yapear.

—No se trata de eso. Es un tema de principios.

Su rostro se avinagró. Se volvió a jalar los rulos de la frente, pero con menos calma.

—Yo quiero ayudar. En serio —me dijo, volviendo a bajar el tono de su voz—. Pero necesito el dinero.

Yo no le respondí nada. Solo moví la cabeza a los lados. Entonces se puso de pie.

—Si cambias de opinión, me escribes al correo —me dijo.

—Lo mismo te digo —le respondí—. Si quieres que se sepa toda la verdad, mándame la información.

Podría jurar que titubeó por un instante, quizá por dos. Luego, murmuró una despedida y empezó a caminar hacia la puerta.

—Perdona —le dije y volteó en seguida—. Nunca me dijiste tu nombre.

—No —me respondió y, antes de irse, agregó, con una media sonrisa—. Nunca me lo preguntaste.

Los días siguientes, revisaba mi correo con demasiada ansiedad, como si más allá de la información, hubiera querido volver a tener contacto con ella. En realidad, si hubiera querido transitar por ese camino incierto, me bastaba con escribirle al correo. Pero no lo hice. En el fondo, siempre abrigaba la esperanza de que terminaría enviándome la información.

Semanas después, cuando ya no tenía ninguna expectativa y cuando ya aquella noche parecía haber sido nada más que un mal sueño, me llegó un correo suyo. Vi, intrigado, que ni siquiera tenía nada escrito en “Asunto”. Entonces, sin más espera, le di clic. En el inmenso espacio del contenido solo aparecía flotando una pequeña oración. Tres palabras que no me esperaba:

“Me llamo Irene”.


El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!