Quijotes sin Sanchos. (Getty)
Quijotes sin Sanchos. (Getty)

Papá es súper trabajador, de esos que ahora conocemos como trabajólicos. Las empresas los aman. Los miembros de la familia no tanto. Pero, al final, todos se acostumbran a esas presencias que se concretan cuando uno está entre la vigilia y el sueño. Algunas palabras —generalmente vestidas de ¿qué tal te fue en el cole?—, almuerzos familiares el fin de semana, intervenciones en momentos solemnes o críticos.

Y cuando el organismo está macerándose en hormonas, la mente comienza a buscar horizontes propios, desenganchados de las referencias familiares y el espíritu explora valores, vínculos y paisajes alejados de la casa, cuando papá tiene menos pelo y comienza a hacer balances, tiene algo más que contabilizar en el pasado que proyectar en el futuro, porque lo despidieron o porque la hizo y tiene bastante tiempo libre, alguna de las anteriores o todas ellas, hace una pirueta y dice: “¡Acá estoy!, vamos a compartir, hablemos, hagamos, seamos compinches, úsame”.

La respuesta viene envuelta en no poco fastidio, un toque de ironía y algo que parece desquite. No es personal, podría decirse, claro que el amor es grande, pero cuando el deseo de montar sobre Rocinante y emprender el camino para enfrentar molinos y encontrar Dulcineas bulle en las entrañas, como que un Sancho, posiblemente panzón, no es lo que parece más atractivo como compañero de ruta, ni consejero, ni modelo, ni mejor amigo.

Y si, además, como por un lapso prolongado no estuvo a la mano o lo estuvo en sus tiempos libres, ahora que a él le nace, lo necesita y lo busca, lo primero que a uno le provoca es mostrarle la sala de espera y decirle: “Espera tu turno”. ¡Auch!

TAGS RELACIONADOS