Papá es súper trabajador, de esos que ahora conocemos como trabajólicos. Las empresas los aman. Los miembros de la familia no tanto. Pero, al final, todos se acostumbran a esas presencias que se concretan cuando uno está entre la vigilia y el sueño. Algunas palabras —generalmente vestidas de ¿qué tal te fue en el cole?—, almuerzos familiares el fin de semana, intervenciones en momentos solemnes o críticos.
Y cuando el organismo está macerándose en hormonas, la mente comienza a buscar horizontes propios, desenganchados de las referencias familiares y el espíritu explora valores, vínculos y paisajes alejados de la casa, cuando papá tiene menos pelo y comienza a hacer balances, tiene algo más que contabilizar en el pasado que proyectar en el futuro, porque lo despidieron o porque la hizo y tiene bastante tiempo libre, alguna de las anteriores o todas ellas, hace una pirueta y dice: “¡Acá estoy!, vamos a compartir, hablemos, hagamos, seamos compinches, úsame”.
La respuesta viene envuelta en no poco fastidio, un toque de ironía y algo que parece desquite. No es personal, podría decirse, claro que el amor es grande, pero cuando el deseo de montar sobre Rocinante y emprender el camino para enfrentar molinos y encontrar Dulcineas bulle en las entrañas, como que un Sancho, posiblemente panzón, no es lo que parece más atractivo como compañero de ruta, ni consejero, ni modelo, ni mejor amigo.
Y si, además, como por un lapso prolongado no estuvo a la mano o lo estuvo en sus tiempos libres, ahora que a él le nace, lo necesita y lo busca, lo primero que a uno le provoca es mostrarle la sala de espera y decirle: “Espera tu turno”. ¡Auch!