Foto: Andina.
Foto: Andina.

Hasta el hartazgo se habla de la informalidad en el Perú y no se hace nada para revertir esta situación en la que se moviliza el 80% de la población. Ser informal corresponde a ser irresponsable, negligente, incumplidor, descuidado o faltón. (ver la RAE). Ser informal equivale a ser ilegal.

El término informal se suavizó para darle cabida a un grupo de personas que operaban como vendedores ambulantes. Bajo la premisa de que las personas tienen que sobrevivir (todos tenemos que hacerlo), se permitió que ocupen gratuitamente bienes públicos, sin control ni responsabilidad. Ni siquiera se les obliga a limpiar el espacio que ensucian. Costo cero.

La informalidad está en todas las actividades, desde profesionales a mineros ilegales. Es más rentable cobrar en negro (efectivo) no pagar impuestos ni asumir costos legales; incluso, si ello implica correr el riesgo de andar con efectivo en el bolso.

El mamarracho de autoridades y congresistas que elegimos (fiel reflejo de lo que somos) promueve y defiende activamente la informalidad sin rubor. Protegen a transportistas informales, a “cachineros”, a gaseros, a “prestamistas”, a mineros ilegales y saqueadores y, a cuanta fauna afín, se asemeje a los anteriores.

La razón por la que somos un país informal es simple: el costo de serlo es bajísimo en comparación con ser formal. La Sunat, la Sunafil, la OEFA, la Policía, los jueces, los municipios, el SAT, el Osinergmin o cualquier otra entidad fiscalizadora o tutelar, viven cómodos con su reducido universo de control: ese 20% formal que sustenta a todo el país y que son presa fácil.

Para combatir la informalidad, el remedio es sencillo: que el costo de serlo sea muy pero muy alto. No hacerlo, implica correr el riesgo de un costo mayor: que ese 20% formal se reduzca al punto que no alcance lo que ellos aportan para el sostén de todos; en especial, de los que viven gratis.