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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,La columna de Jaime Bayly

Mirando las fotos de la fiesta, llego a algunas conclusiones: todos son muy delgados, todos se visten bien o gastan mucho dinero en ropa, todos parecen espléndidos y exitosos aunque no sabemos bien a qué se dedican ni quiénes son, el evento parece de una importancia capital en la cultura contemporánea pero no queda claro qué afán los reúne ni qué cosa es la que venden o promocionan, hay un señor con aire regio que dice yo soy la luz, ustedes son unos aburridos y están en las tinieblas, salgan de la oscuridad y vengan a mí, que soy la luz, y entonces muchos aspirantes a regios van como luciérnagas persiguiendo ese haz de luz, una presencia que, al mismo tiempo que las atrae, las enceguece y aturde y deja embobadas, dando vueltas alrededor de quien se ha declarado la luz. Pero ¿es la luz arte, cultura, inteligencia, sabiduría, o solo chisporroteo, histeria, frivolidad? Quien se ha proclamado la luz y ha desatado la fiesta y se ha instalado gozosamente en el centro mismo de la atención es, se nos dice, el ideal de la belleza, la belleza pura, absoluta, indiscutible. ¿Por qué la luz es la belleza? Porque se ha pasado la vida persiguiendo la belleza en el rostro de una mujer, en el cuerpo de una mujer. La luz define lo que es bello y lo que no es bello y por eso tantas criaturas gráciles y excitadas se esmeran por vestirse con sus mejores prendas para impresionar a la luz y sentir que él las aprueba, que son parte de la fiesta y están en el corazón de la moda, que son insuperablemente elegantes y atractivas. ¿Cómo definen la luz y sus portadores de linternas y las luciérnagas chocarreras lo que es bello, lo que es elegante, lo que es arte puro? De esta manera singular: la belleza está en la ropa, en la cara, en el cuerpo. Todos esos destellos y titileos y reverberaciones que provienen de la fiesta luminosa nos repiten de un modo obsesivo ese mensaje: eres el cuerpo que llevas, la cara que exhibes y, sobre todo, la ropa que te pones, lo demás no importa tanto, tienes que ser dramáticamente flaca, tanto que debes exponer a la vista pública tus costillas, y llevar ropa lujosa y llamativa, zapatos blancos por ejemplo, y sonreír, pero no con la boca cerrada sino, y esto parece crucial, con la boca muy abierta, todo lo que puedas abrirla. ¿Por qué no debes permitir que te hagan fotos con la boca cerrada? Porque los que sonríen con la boca cerrada son tontos, aburridos, amargados, rencorosos, no están pasándola bien, están sonriendo para cumplir con la foto y salir del apuro. No basta entonces con ser una persona en extremo delgada ni tener una cara bonita y acicalada ni exhibir ropa fina y de marca, todo eso puede resultar insuficiente si, a la hora de que te hacen la foto, no abres mucho la boca, como si quisieras beber agua de un coco, como si quisieras meterte en la boca una papaya o una sandía o un melón, como si quisieras mamar algo muy grande y jugoso. No todos han descubierto esa idea providencial, que hay que abrir mucho la boca cuando te hacen fotos, pero es algo que postulan la luz y sus discípulos, todos boquiabiertos, eufóricos, festivos, como si alguien estuviera haciéndoles cosquillas. ¿Por qué ríen tanto y tan escandalosamente? No lo sabemos bien, tal vez porque están instalados en la fiesta y nosotros, los que miramos todo eso perplejos, no, o porque esa mueca (que es una simulación, una impostura, una pose falsa) es, ante todo, una manera de comunicarnos que ellos son regios, divinos, fantásticos, y están divirtiéndose tanto que nosotros, los que miramos la fiesta desde afuera, deberíamos envidiarlos y querer ser como ellos, así de flacos, así de famosos, así de lindos y boquiabiertos. ¿Realmente nos conviene ser como ellos? ¿Debemos perseguir esa idea de la belleza? ¿Uno es lo que pesa, lo que viste, la sonrisa alocada que consigue tensar para la foto? El arte, lo que perdura, lo que es sabio y admirable, lo que mejora la condición humana, ¿puede reducirse a una prenda, un vestido, un rostro maquillado? Las personas pasan, las ropas se desgastan y agujerean, las caras lindas se estropean con el tiempo y ya nadie les hace más fotos, las modas pasan de moda, por eso lo que aspira a ser arte debería poseer la cualidad de ser original, auténtico, duradero, algo cuyo valor resista el paso del tiempo y mejore con el tiempo, algo que cien años después pueda ser apreciado y admirado por otros ojos sensibles y otros espíritus curiosos. Nunca un cuerpo será en sí mismo una obra de arte, los cuerpos se corrompen y desaparecen, nunca un artista definirá su valor por lo que viste o lo que pesa o por la ordinaria desnudez que nos sugiere, cuántos genios han sido gordos y se han vestido de cualquier manera desaliñada, nunca la cultura podrá durar lo que dure una fiesta ni quedar encerrada en una sonrisa calculada y boquiabierta. Al final la luz se apaga, la fiesta se termina, las luciérnagas caen exhaustas y abatidas, las bocas se cierran, ¿y qué es lo que queda de toda esa aspiración envanecida? Nada, no queda nada, solo quedan las fotos de una fiesta y la vanidad inflamada de los que cifran su destino en llamar la atención como nos llaman la atención los fuegos artificiales, esas luces fugaces que se encienden en el aire, despiertan murmullos de admiración y luego se apagan y son nada, apenas un resplandor, unos rayos trémulos, un centelleo y al final la noche, la oscuridad de la noche.