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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,La columna Jaime Baylyhttps://goo.gl/jeHNR

No quise ir a Lima a pasar las fiestas de fin de año. Me quedé solo en el apartamento de la calle 35 en Georgetown. Caía la nieve. Caminaba al supermercado, compraba comida en lata y regresaba a casa. El viento helado azotaba mi cara y la ponía colorada. Sonaba el teléfono, no contestaba, podía ser mi padre. Había decidido ser un escritor. Una gran llamarada ardía en mí, me abrasaba, me consumía. Todos mis recuerdos eran volcados a la hoguera crepitante de las palabras. Afuera estaba helado y aquí adentro era un incendio y no había cómo apagarlo y cada palabra era más leña al fuego que luego habría de quemarlo todo. Una noche sonó el teléfono. Era Sandra desde Lima. Me dijo que estaba embarazada. Me quedé helado. No me sentía preparado para ser padre. Sentía que nadie merecía ser mi hija, que esa tenía que ser una condena que debíamos evitar. La última noche de ese año tomé un vuelo a Miami y otro a Lima. Me emborraché en la última fila tomando champagne con una azafata en medio del avión vacío. La noche de fin de año es una buena noche para estar en un avión, lo descubrí aquella vez. Llegué a Lima, tomé un taxi y me encontré con Sandra en un hotel. Nos abrazamos, nos prometimos amor, el amanecer nos sorprendió en ese hotel, hablando de todo lo bueno que estaba por venir. En agosto de 1993 nació Camila en el hospital de la universidad de Georgetown, pasada la medianoche. Estuve allí, escuché su primer grito fantástico, fue un momento maravilloso, inolvidable. Más tarde, todavía de noche, volví caminando al apartamento. No quise hablar por teléfono con nadie, es una costumbre a la que todavía me aferro. Soy el padre de Camila Bayly, digo esto con orgullo. Está en mi memoria y en mi corazón, creo que son el mismo lugar. Todos los momentos con ella han sido inmensamente felices, no es algo que pueda expresarse bien con palabras. Me parece que ella sabe o recuerda cuánto la he amado y la amaré siempre, aunque ahora estemos alejados.

DOSEra diciembre de 1994. Me había quedado sin dinero. Había gastado todos mis ahorros en el empeño obstinado de escribir ficciones. Sandra se había graduado de la universidad. Mi novela había sido publicada. Sin más dinero, derrotado por las circunstancias, volví a Lima y me resigné a salir en la televisión una corta temporada. Alquilé un apartamento, sabía que no quería quedarme a vivir allí, solo unos pocos meses en los que juntaría algo de plata para luego irme a seguir escribiendo alguna cosa virulenta, encendida, visceral. Lo que yo quería era escribir y solo escribir pero eso por lo visto no dejaba dinero y entonces terminé rindiéndome y volviendo a la televisión. Una tarde Sandra vino a verme y me dijo que estaba embarazada. Fue un momento conmovedor. Camila ya me había educado en el amor. No podía oponerme a una vida surgida de mi encuentro feliz con Sandra. La apoyé con entusiasmo. Le pedí que no desmayase, que tuviera fuerzas para traer esa vida al mundo. La convencí para irnos de Lima. Antes de las fiestas de fin de año, me mudé a Miami. Conseguí un trabajo en la televisión, alquilé un apartamento con vista al mar, compré una camioneta blanca (ahora me sorprende ese color, pero la vida es así, uno va cambiando de colores) y esperé a Sandra y Camila, que llegaron una madrugada de enero. Qué valiente y arriesgada fue Sandra, qué grandes gestos de amor tuvo conmigo. En junio de 1995 nació Paola en el hospital Mercy de Miami. No pude estar en la sala de partos, todavía me siento mal por eso. El médico nos dijo que faltaban horas para el parto, que Paola nacería por la noche. Le pregunté si estaba seguro, me dijo que sí, que tenía tiempo de ir a Key Biscayne, dejar a Camila en la casa, al cuidado de una nana, y volver al hospital. Eso hice. Manejé a toda prisa como un demente. Llamé una y otra vez a la mujer que debía venir a cuidar a Camila. No contestó. Nunca llegó. De pronto sonó el teléfono y Sandra me dijo tranquilamente ya nació. Conocí a Paola Bayly esa tarde, cuando por fin pude llegar al hospital, luego de estar a punto de chocar y matarme a la salida de Key Biscayne. Soy el padre de Paola Bayly, digo esto con orgullo, ha sido una gran felicidad para mí. Espero que la alegría de mirarla, escucharla, celebrarla y abrazarla se renueve pronto, extraño desesperadamente su sonrisa.

TRESEra agosto de 2010. Me había mudado a Lima con la intención de quedarme a vivir al menos un año en esa ciudad, sin subirme a un solo avión, realmente convencido de que eso era lo que me convenía, harto de viajar cada cuatro o cinco días, el cuerpo me pedía parar. También quería tener un hijo y así lo escribía cada tanto y lo publicaba en esta columna en el periódico. Quería tener un hijo y quería tenerlo con Silvia porque me había enamorado de ella desde que la conocí en octubre de 2007 y empezamos a acostarnos en marzo de 2008 (la primera vez que hicimos el amor fue en el hotel Country de San Isidro, donde había querido suicidarme en 1986). Se lo dije a Silvia, se lo advertí, lo dije en la televisión, le dije quiero tener un hijo contigo, pero alguna gente pensó que estaba bromeando. Silvia sabía que no estaba bromeando, ella sabía que estaba mal de la cabeza y que me parecía urgente tener un hijo con ella. Pudo ocurrir el 2009 pero no era el destino, no ocurrió, me entristeció. Finalmente, y deseándolo mucho por mi parte, Silvia, venciendo sus comprensibles resistencias, me dijo que estaba embarazada. No tuvimos miedo. Ella era muy joven, no había cumplido veintidós años, y sin embargo se dejó turbar por el amor, se entregó a una pasión tremenda y peligrosa y quiso darme el hijo que yo tanto le pedía. Qué mujer tan loca, admirable y genial esta Silvia de los cojones, que acá me tiene rendido por ella. No fue un embarazo accidental, yo lo quise y la convencí y ella abrazó la aventura conmigo y saltó al aire sin saber si se abriría el paracaídas. Por eso la amo tanto, porque ella, con apenas veintiún años, se dio cuenta de que nos convenía crear una vida inspirada en el amor, sellar nuestro encuentro de una manera definitiva y propiciar algo que fuese inmensamente superior a nosotros. No fue un hijo, menos mal, tanto mejor. Fue una hija, ya no quiero tener un hijo, ahora me parece que esa cuestión es menor, irrelevante. Lo urgente era reunir mi pasión por Silvia en una vida llena de amor y esa vida se apareció entre nosotros en marzo de 2011 en el hospital Mercy de Miami. Soy el padre de Zoe Bayly, digo esto con orgullo, devastado por el amor que siento por ella. Todos los días con ella han sido días completos, felices, y los pocos días que me he alejado de ella han sido días raros, incompletos, y por eso no quiero irme a ninguna parte, quiero estar cerca de ella para mirarla, abrazarla si me deja, ver cómo descubre el mundo y contemplar embobado cómo ella y Silvia bailan de una manera liviana, risueña, feliz. Zoe, mi amor, espero que nuestra pasión no se interrumpa, intentaré hacer mejor las cosas para no defraudarte como terminé decepcionando a Camila y Paola. A esto hemos llegado y es un momento feliz porque estoy con Silvia y Zoe y es lo que he elegido y no me arrepiento un segundo y es, al mismo tiempo, una circunstancia triste porque mi amor por Silvia y Zoe me ha alejado de Camila y Paola, pero me digo que es solo por un tiempo y que ya pronto todos haremos las paces y prevalecerá el amor, que es la fuerza superior, luminosa, que dio origen a Camila, a Paola y a Zoe. Todo el aire que he respirado, todos los pasos que dado, todas las noches que no he dormido, todas las palabras que he pronunciado y rumiado y fabulado, todo lo que ahora recuerdo ha sido escalar una montaña por el lado más peligroso, al borde del abismo, para llegar a Camila y luego a Paola y finalmente a Zoe. Lo demás me parece una cosa menor, irrelevante: soy el padre de Camila Bayly, de Paola Bayly y de Zoe Bayly, digo esto con orgullo. Mi destino era conocerlas, admirarlas, amarlas. Mi vida tenía que ocurrir para que ellas fuesen ellas, qué suerte la mía.