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Redacción PERÚ21

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Beto Ortiz,Pandemoniobortiz@peru21.com

En febrero, con ocasión de mi último, cuadragésimo cuarto cumpleaños, publiqué en esta misma página una detallada lista de las 44 cosas que quiero hacer antes de morir. Una de ellas, la número 40, decía: Conducir un programa concurso del tipo ¿Quién quiere ser millonario? O, en todo caso, reeditar el inolvidable Lo que vale el saber, de Pablo de Madalengoitia. Tres meses después, Susana Umbert, nuestra gerente de producción, me llamó una mañana a su oficina y, diciendo "hay algo que quiero mostrarte", le dio play a un dvd de Nothing but the truth, la versión gringa original de El Valor de la Verdad. La fascinación fue inmediata. Me quedé pegadazo al programa desde el primer segundo. Lo primero que vino a mi cabeza fue: "¡Este es el único programa de entrevistas en el que los entrevistados están impedidos de mentir!". El sueño dorado de cualquier periodista. Ni siquiera habíamos terminado de ver la primera secuencia cuando apretó el botón de pausa para preguntar: – ¿Qué te parece?– Un regalo de los dioses.– ¿Te provoca hacerlo?– Por supuesto, ¿dónde firmo?

Los programas de preguntas y respuestas siempre me han encantado. Siempre, desde muy chico. Antes de sospechar siquiera que alguna vez sería periodista, ya me entretenía fantaseando con esos programas del mismo modo en que otros niños sueñan con ser campeones de fútbol. Antes de sospechar siquiera el efecto que este programa concurso tendría en otros y en mí, dije que sí en primera, sin saber nada: ni el horario, ni el sueldo, ni las horas de dedicación que me demandaría o las horas de sueño que me robaría. Sin saber siquiera que tendría que pasar yo mismo –tembloroso– por el detector de mentiras como una de las condiciones ineludibles del formato. Sin saber que el secreto poder de la fórmula estribaba en recordarnos a todos algo que permanentemente –y convenientemente– estamos olvidando: la importancia de ser honestos. Pero, ¿qué cosa es ser honesto? Desconocemos: ustedes habrán escuchado, como yo, un montón de veces, aquello de que Belaunde fue el presidente más honesto de todos porque jamás robó, ¿no es cierto? Claro. Como lo normal es que los presidentes se levanten al Perú en peso, un presidente que no roba se transforma en un fenómeno sobrenatural, algo de fuera de este mundo, un extraterrestre verde fosforescente con su insólita honradez. Aquí no se condecora a los policías que arriesgaron sus vidas por el prójimo, no, aquí se condecora al que le devolvió a un turista la billetera gorda que dejó olvidada. Pero, ¿cómo? ¿Un policía que no se queda con plata ajena? ¡Ohhh! ¡Nunca visto! ¡Extraordinario! ¡Medallas a él! Pero, a ver, un momentito, ¿en eso consiste ser honesto?, ¿en no robar? No creo. No me gusta ninguna de las definiciones de la Real Academia. Honesto: decente, decoroso, recatado, pudoroso, razonable, justo, recto, honrado. ¿Me están mintiendo? Yo creo que se puede ser honesto incluso siendo impúdico, indecoroso, injusto o irracional. Yo creo que ser honesto consiste en tener los cojones suficientes para quitarse la mayor cantidad posible de antifaces. En ser genuino y consecuente con lo que se es. Yo creo que ser honesto consiste en ser de verdad. Hasta el mayor hijo de puta del planeta puede ser honesto si es auténticamente hijo de puta y lo admite con hidalguía en lugar de ir por allí tratando de dárselas de ciudadano ejemplar, de santo varón o de gran prócer.Y no estoy hablando aquí de salir del clóset. O no exclusivamente. Aunque sé, con conocimiento de causa, que ser gay y tratar de pegarla de machín eléctrico con hembrita curvilínea es tan deshonesto como ser el candidato de los más pobres para luego beneficiar a los más ricos o como ser sacerdote y brincarse a las feligresas de la parroquia o como ser cocainómano y pontificar frente a tus hijos de la boca para afuera. O como decir "amo a mi patria" sin sentirlo, sin ir más lejos. El día que lo conocí, Howard Schultz –creador de este y otros tantos formatos exitosos como Extreme Make Over– me preguntó en nuestra primera reunión, delante de todos: ¿Tú te crees más inteligente que el promedio de periodistas de tu país, no? Joder. Las buenas maneras aconsejan que, ante una pregunta como esa, hay que proceder con tacto y diplomacia. O, lo que es lo mismo: mintiendo. Antes de responder, me pregunté: ¿represento la inteligencia promedio de la prensa nacional? Y en mi cabeza me respondí: puta, no, qué miedo. Entonces, intentando salir del paso, respondí con otra pregunta: "¿Te refieres a tooodos los periodistas o…?". Howard soltó una carcajada y volvió a arremeter: Okey, te la haré más fácil: ¿te crees más inteligente que Susana Umbert? Y, claro, Susana estaba sentada frente a mí. "Bueeeno" –balbuceé, haciéndome el humildón–, "supongo que tenemos diferentes tipos de inteligencia, pues, ¿no?". Bullshit!, sentenció Howard, lo cual traducido literalmente significa: caca de toro. Es decir, pamplinas.Y es justamente eso: bullshit en enormes cantidades lo que hemos tenido que escuchar sobre nuestro querido proyecto desde los días en que El Valor de la Verdad era apenas un conjunto de apuntes garabateados con plumón sobre una pizarra acrílica. Sabíamos perfectamente que un programa que desafiara a las personas a decir toda su verdad sería subversivo. La verdad siempre lo es. Y, desgraciadamente, la gente hipócrita, los mediocres que necesitan de la media tinta y del agüita tibia para sobrevivir siguen siendo, por el momento, abrumadora, poderosa mayoría. Cuidado. Nunca subestimes el poder de los imbéciles cuando se juntan. En una precoz sentencia que más parece una radiografía al espíritu de su autor, se ha llegado al extremo de decir que este será un programa "morboso" en el cual "las personas venderán su moral al precio más bajo". ¡Como si lo inmoral fuera decir la verdad! Es exactamente al revés, damas y caballeros, lo deshonesto es ocultarla. ¿Hasta eso hay que aclarar? Ojalá entendiéramos que las dobles vidas son, en verdad, medias vidas. Que vivir con miedo a que un día descubran quiénes somos en realidad equivale a resignarse a una existencia miserable. Que no se puede disfrazar por mucho tiempo nuestras miserias con mentiras. Si odias a alguien, lo desprecias o lo envidias, no le peles las muelas, díselo en la cara y asume las consecuencias. Y si lo amas, con mayor razón, habla y te salvas. Si sacas la vuelta, abandona tu libreto barato y díselo a las dos partes o a las tres. Si falseas tu balance, confiésalo. Si, en el fondo, no quieres vestir la blanquirroja, no te la pongas, quédate en Europa. Si te sientes fracasado, ignorante, tonto o feo, si tu matrimonio es una buena mierda, si tu familia es una farsa, ármate de huevos y dilo en voz alta. La mentira lo ensucia todo, lo oscurece, lo complica. La verdad, en cambio (por mucho que duela), siempre limpia, ilumina, resuelve. Cuando acabamos la grabación del primer programa, el set entero –no exagero–, el público, los camarógrafos, los técnicos, la maquilladora, todos lloraban. Quizá porque sabían que en sus propias vidas también había tanto por revelar. Decir la verdad reconstruye, alivia, fortalece, nos reconcilia y nos libera. Mentir destruye, enemista, enferma, hiere y mata. De eso trata mi nuevo programa, amigos: de atreverse a ser honestos hasta el final. Nos vemos el sábado a las 11 de la noche, ¿verdad?