(Photo by JAVIER SORIANO / AFP)
(Photo by JAVIER SORIANO / AFP)

En una reciente entrevista, Felipe González, presidente del primer gobierno socialista español, confesó que le costó mucho votar socialista en las últimas elecciones.

La verdad es que quienes creemos en un Estado de derecho con todas las garantías, y con respeto absoluto al principio de división de poderes, vemos que España está al borde del precipicio. Ante un (peligroso) boquete institucional.

Para perpetuarse en el poder, no todo vale. Mucho menos, dinamitar las instituciones.

Eso es lo que sucede en España. El líder del partido Popular, que ha recibido el encargo del rey de formar gobierno, precisa de cuatro miserables votos para gobernar. No los obtendrá. Salvo milagro. Entonces llegará Pedro Sánchez, y hará todo lo que venía diciendo que nunca haría. Prometió que traería a España a Puigdemont (prófugo de la justicia española) para ser juzgado. No ocurrirá. Su vicepresidenta, la inefable Yolanda Díaz, fue a Bruselas a intercambiar sonrisas (que a mí me parecen burlas a la justicia) con el prófugo. Puigdemont ha reaccionado como era previsible: chantajeando. Y formulando (sabedor de que es dueño de la situación) su decálogo de peticiones: Amnistía inmediata para todos, condenados o huidos (que la Constitución prohíbe); un mediador internacional (¿pero qué se habrá creído?); abandono de la vía judicial (vale decir, intromisión del Ejecutivo en el Judicial); y referéndum para la autodeterminación (adiós España). Y como adorno último, que en el Congreso se pueda hablar en cualquiera de las lenguas que coexisten en España. Lo que los reglamentos no autorizan. Pero ya harán los socialistas lo necesario para burlar la norma. Total, en este momento, todo vale. Hasta desfigurar a España.