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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Un buen amigo y connotado economista llegó a un acuerdo con sus hijos. "La verdad", me dice, "eso de tatuarse el cuerpo me parece horrible". Consciente de que la mayoría de edad da derechos, sobre todo, como es el caso, en jóvenes responsables, les planteó, a medida que iban recibiendo el DNI, que si hasta los 26 años no se habían tatuado, recibirían un bono.

Las cosas han ido saliendo bien. De los tres retoños, el mayor está a punto de recibir el premio a una piel libre de tatuajes. El padre reflexiona: "No creo que tengan muchas ganas de hacerlo a esas alturas del partido y, bueno, si deciden que la cosa va, yo ya hice lo mío". Y añade: "Ya imagino las pestes que estarás pensando de mí por mezclar educación y dinero".

La verdad que no. Podría sugerirles a los hijos que renegocien el bono —eso sí que no le gustó al papá— o –como, en efecto, le sugerí a uno– que lo canjeen por un viaje o un curso, vale decir, experiencias en lugar de contante y sonante; pero, no, no me escandaliza el acuerdo.

Ello con la salvedad de que no es el incentivo, digamos el contrato, el que crea la fluidez en las relaciones y un resultado en el que todos —independientemente de que a uno le guste o no los tatuajes— sienten que ganan, sino que una dinámica familiar basada en sentido del humor, reciprocidad y buena fe es el único espacio en el que esos contratos son posibles.

Permitan que un psicólogo se meta en economía. Los mercados que combinan regulación y libertad son aquellos que están basados en la confianza, reglas claras y simetrías razonables. Sin ello, los incentivos no sirven para nada. Mejor dicho, lo empeoran todo.