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Redacción PERÚ21

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Buena parte de aquello que contribuye a nuestra supervivencia fue un premio por el que debíamos luchar, quitándoselo a algún congénere: alimento, cobijo, sexo, por ejemplo. A medida que las cosas se fueron haciendo más complejas —tribus, pueblos, agricultura, ciudades, naciones— esos objetivos, las maneras de alcanzarlos y administrarlos— adquirieron también connotaciones inmateriales: justicia, legalidad, libertad; y derivaciones mediatas: prestigio, verdad, creatividad, productividad.

Durante mucho tiempo fueron la provincia de la suerte, un regalo del o los dioses. Y, luego, hace no tanto, alrededor de 200 años, se convirtieron en derechos que tenemos los individuos y que los Estados deben cautelar. Aunque existe debate intenso sobre cuánto corresponde a los segundos y cuánto debe dejarse al esfuerzo de los primeros, la idea de que la satisfacción de ciertas necesidades debe estar asegurada para todos los seres humanos es universal.

¿Es el amor un derecho? Para muchos, recibirlo al inicio de la vida lo es. La ciencia nos dice que un vínculo estable, cálido y respetuoso es una condición para crecer sano en todos los sentidos de la palabra. Pero para que tenga sentido aquello que constituye un derecho, debe poder ser definido claramente y, si no se cumple, señalar quién es responsable de ello. Amén de haber maneras de deshacer el entuerto, compensar sus efectos y aplicar castigos.

Lo anterior no es fácilmente aplicable a los aspectos más íntimos de las relaciones interpersonales, incluyendo lo que ocurre entre padres e hijos. Es lo que convierte en peligroso el afán de legislar sobre esas cuestiones. Populismo emocional que no resuelve nada.

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