(GEC)
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La angurria de ciertos congresistas se ve a leguas cuando, al estar prohibidos de ir a la reelección, buscan acurrucarse en el Parlamento Andino. En esa lista aparecen legisladores como Omar Chehade, Mónica Saavedra y unos 10 más, quienes han dejado mucho que desear en el último año. Algunos, incluso, lo han hecho pésimo, pero se las han ingeniado para encontrar el camino que les permita alargar los privilegios obtenidos. Tan mal como ellos, quedan sus partidos, que los buscan premiar con la comodidad del refugio andino, donde mantendrían salario e inmunidad, pero con menor responsabilidad, sin rendición de cuentas y casi nulo impacto en la vida política nacional.

Estoy convencido de la necesidad de políticas de integración con nuestros países vecinos que permitan construir un barrio más cohesionado, sobre todo para perseguir objetivos que requieren un frente común, como la preservación del medio ambiente, la atención de los desplazamientos humanos y la relación económica con el resto del mundo. Pero, ¿necesitamos más parlamentarios para eso? ¿Los miembros de la Comisión de Relaciones Exteriores del Congreso no deberían asumir esa tarea representativa?

¿Qué valor agregado genera la actual configuración del Parlamento Andino a diferencia del Tribunal de Justicia Andino, el trabajo del Ministerio de Relaciones Exteriores, la función de los embajadores o lo que pueda hacer la Comisión de Relaciones Exteriores del Congreso? Si un parlamentario andino gana al año más de 250 mil soles, ¿dónde se ve lo que ha hecho?

Ser parlamentario andino parece ser el cargo en el sector público que menos exige para lo que paga, así que no sorprende que ciertos legisladores, impedidos de ir a la reelección, busquen encontrar refugio ahí. No tengo pruebas, pero tampoco dudas de que –al igual que casi todo el país– no tienen idea qué pueden hacer desde ese cargo. Pero no les importa.

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