"Rodeado de miembros de su seguridad, López Aliaga camina al lado de los camerinos recién acondicionados para los artistas. Luego, sube por las escaleras y todavía espera unos segundos antes de aparecer en escena".
"Rodeado de miembros de su seguridad, López Aliaga camina al lado de los camerinos recién acondicionados para los artistas. Luego, sube por las escaleras y todavía espera unos segundos antes de aparecer en escena".

Son las 11 de la noche del miércoles 17 de enero y, en la Plaza Mayor de Lima, se celebra la serenata por los 489 años del aniversario de la ciudad. Ahí, aglomeradas, cerca del hacinamiento, miles de personas están escuchando a Deyvis Orosco admitir —a gritos y con micrófono en mano— que nunca había llorado por ningún cariño, pero que hoy, como el arbolito, llora como un niño. Aquella confesión en forma de cumbia atraviesa los vientos, las palmeras y las ventanas del municipio hasta llegar, empujada por la potencia de los parlantes, al despacho del alcalde Rafael López Aliaga. Ajeno a los entresijos románticos de Orosco, el burgomaestre limeño tiene contratiempos más urgentes, más terrenales: está revisando, ensimismado y con mucho celo, el pequeño discurso que —según programa— debía haber brindado hace una hora. López Aliaga no lo sabe, pero se esfuerza en vano: nunca dará ese discurso.

“¡Quién carajo escribió esto! ¡Mis enemigos!”, suelta, de golpe, como rindiéndose ante las tres hojas impresas —corregidas y tachadas— que yacen sobre su escritorio. La demora no le importa mucho. Total, los artistas ya han retrasado por su cuenta toda la programación. Sin embargo, el alcalde se ha impuesto una hora límite: antes de la medianoche.

López Aliaga se empuja hacia atrás del respaldo y, por unos segundos, la silla lo empieza a mecer, como si quisiera tranquilizarlo. Desde lejos, parece un bebe gigante al que han puesto en el coche para hacerlo dormir. Entonces, súbitamente se incorpora. Estira su brazo y llama por el intercomunicador a su secretaria. “Señorita, por favor, ubique a Reggiardo y dígale que venga a mi despacho. Que es una emergencia”.

No pasan ni cinco minutos y Renzo Reggiardo, el teniente alcalde de Lima, irrumpe en la oficina. López Aliaga alza las cejas apenas lo ve. Reggiardo hace lo mismo y, además, le muestra las palmas de sus manos, como si estuviera haciendo una plegaria.

—¿Qué pasa, Rafael? Me dijeron que se trataba de una urgencia.

—No, nunca dije urgencia. Dije emergencia.

Reggiardo da un largo suspiro y mueve la cabeza hacia los lados.

—¿Qué? ¿No es lo mismo?

—No, no es lo mismo. Ya te he explicado antes que una urgencia puede esperar, pero una emergencia no.

—Vamos, Rafael. Estamos en el municipio, no en el hospital. Da lo mismo una cosa que la otra. Aquí nadie se va a morir.

López Aliaga señala los papeles que estás sobre su escritorio.

—No estoy tan seguro de eso.

Reggiardo se acerca al escritorio y se sienta frente al alcalde. Coge los documentos y los mira sin mayor detenimiento.

—¿Qué son? —pregunta.

—Es el discurso que tengo que leer.

El rostro del teniente alcalde se torna grave. Mete la mano en el bolsillo interno de su saco y extrae un par de lentes. Se reacomoda en el asiento y empieza a leer. En tanto, desde fuera, llega, por ratos con más o menos fuerza, la voz lacónica de Orosco, esta vez enrostrándole a una mujer que dice la gente, que no es señora, que dice la gente, que ella es pecadora.

—Déjame esto a mí, Rafael. No me demoro nada y corrijo todo esto.

Reggiardo se pone de pie. Da media vuelta y se dirige a la puerta.

—Renzo, no te olvides de quitar cualquier mención al peaje y, sobre todo, a eso de que Lima va a ser una potencia mundial.

Reggiardo sonríe. Niega con la cabeza y mira fijamente al alcalde.

—¿Qué pasa? —pregunta López Aliaga.

—Mira, Rafael, sobre lo de suspender el cobro del peaje no te digo nada porque yo también estuve de acuerdo en prometer eso. No me puedo quejar de eso. Pero la verdad es que con eso de que Lima será potencia mundial... o sea, ¿cómo te lo digo? Te recontrafuiste de largo.

—¿Tú crees que exageré?

—¡Exagerar es poco! —dice y suelta una carcajada—. Vamos, Rafael, tú sabes, yo sé, todos sabemos que si alguna vez Lima será una potencia mundial no será en este siglo.

El semblante de López Aliaga luce desencajado. Un rubor repentino trepa hasta sus mejillas.

—Ya habrá tiempo de hablar de eso —dice el alcalde—. Primero lo urgente: el discurso.

—Dirás lo emergente.

11 y 45 de la noche. El alcalde de Lima es llevado, por una ruta alejada de la gente, hacia la parte trasera del gran escenario que se ha erigido para el evento. Rodeado de miembros de su seguridad, López Aliaga camina al lado de los camerinos recién acondicionados para los artistas. Luego, sube por las escaleras y todavía espera unos segundos antes de aparecer en escena.

López Aliaga ve, al fondo, a miles de personas repartidas por toda la plaza. Con decenas de tachos de luz prendiéndose y apagándose, el alcalde se siente un poco mareado. A su encuentro, sale Ernesto Pimentel, conocido mediáticamente como la ‘Chola Chabuca’. El alcalde le sonríe, le da la mano y piensa: “Yo no te juzgo”. Luego, saluda a Orosco y piensa: “Yo no te escucho”.

Pimentel entonces anuncia que el alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, va a dirigirse a todos los miles de ciudadanos que han llegado hasta ese lugar y, a través del canal de Estado y las redes sociales, a millones de peruanos que están viendo el espectáculo. El tiempo calculado para el discurso es de 15 minutos, aunque con todo lo que Reggiardo le ha quitado, podría durar, quizá, máximo hasta 10.

López Aliaga da un par de pasos adelante y coge el micro. Está a punto de sacar el discurso que llevaba en el bolsillo derecho del saco, cuando aparece una suerte de rugido grave, de sonido grueso y coral que se multiplica primero entre la gente y luego llega, como niebla nocturna, hasta el gran escenario. Es un abucheo anónimo, gregario y a discreción. Y el alcalde, sin dejar de mostrar una sonrisa que nada tiene que hacer ahí, lo soporta lo mejor que puede. Sin embargo, decide que no va a leer ningún discurso. Entonces, alcanza a desearle a Lima un feliz aniversario, agrega —como para congraciarse con la gente— “que la fiesta dure hasta la una de la mañana” y se sale de escena (dato curioso: a la una de la mañana recién empezó la presentación de Eva Ayllón).

Algunos minutos después, la música se detiene. Desde el gran escenario, Pimentel y Orosco hacen la cuenta regresiva: 10, 9...3,2,1. De golpe, el cielo de Lima —del centro de Lima— se ilumina por el estallido de innumerables y vistosos fuegos artificiales. A pocos metros de distancia, en su despacho de la alcaldía, López Aliaga cierra los ojos, suspira y se lamenta: “Yo nunca quise ser alcalde”.


El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!