"Entonces, vuelve a sonreír. Es fin de mes y él lo sabe; sus trabajadores, por desgracia, también".
"Entonces, vuelve a sonreír. Es fin de mes y él lo sabe; sus trabajadores, por desgracia, también".

El congresista Jorge Flores Ancachi despierta con una sonrisa en los labios. Pone el pie derecho sobre la alfombra y se incorpora feliz. Con esa misma energía, se viste y camina a la cocina a tomar su desayuno. Moja la tostada en el café, revisa las noticias en su celular y respira hondo. Piensa en el día que tiene por delante. Entonces, vuelve a sonreír. Es fin de mes y él lo sabe; sus trabajadores, por desgracia, también.

Sale de su residencia y, escoltado por los miembros de su seguridad, sube al auto. Varios minutos después, luego de atravesar media ciudad, llega al Congreso de la República. Llega a su despacho más que caminando, dando pequeños saltos. Apenas ingresa, saluda a la secretaria, a sus asesores y al resto de trabajadores. Abre la puerta de su oficina personal, se sienta frente al centro de su escritorio y asiente con la cabeza. En seguida, coge el anexo y llama a su secretaria: “Señorita, venga, por favor”.

Un minuto después, la secretaria ingresa a la oficina. Tiene el semblante serio, más bien apagado, ni una luz en su mirada. Llega hasta el borde del escritorio y pone sobre la mesa un sobre. Flores Ancachi se inclina hacia adelante, estira el brazo y lo recoge. La secretaria, sin decir nada, sin siquiera mediar un intercambio de miradas, da media vuelta y sale de la oficina.

Y así, uno a uno, los trabajadores del congresista fueron desfilando y dejando un sobre con distintos montos, según el nivel remunerativo de cada uno. Los primeros meses se tomaban su tiempo. Aunque nunca acudieron de buen talante, al menos procuraban disimular la desazón, el enojo visceral que los acompañaba cada vez que dejaban parte de su sueldo. Antes, aunque sea intercambiaban uno que otro comentario anodino con el congresista y, al final, justo antes de abandonar la oficina, dejaban el sobre del mal. Ahora, ni eso.

Cuando ya todos pasaron, el congresista inicia el ritual acostumbrado. Junta todos los sobres y los abre individualmente. Disfruta la sensación de falsa sorpresa que le sobreviene al sacar los billetes. Luego los cuenta con la paciencia y rigurosidad de un cajero de banco. A veces, lo asalta un palpito y revisa la cuenta más de una vez. “Si bien es personal de confianza”, piensa, “uno nunca sabe ni quién ni cuándo van a querer engañarlo”. Esas ideas y otras similares le revoloteaban en su mente, cuando de pronto, comprendió que la felicidad de la mañana se había diluido. Tenía frente a él, sobre su escritorio, el esperado cerro de dinero de cada fin de mes, pero eso ya no le bastaba. Una molestia general, un no sé qué que ni siquiera puede ubicar en su cuerpo, le agria la mañana.

Decidido a hacer algo, guarda el dinero en el cajón derecho y alza el anexo. Le pide a la secretaria que convoque a todos los trabajadores a una reunión inmediata.

-¿Una reunión con todo el equipo? -pregunta.

-Sí, señorita. Incluida usted.

-¿Y de qué trata la reunión?

-Ya lo sabrá usted.

Una hora más tarde, el anexo del congresista suena. Flores Ancachi contesta y escucha la voz de la secretaria. La tensión se puede sentir.

-Señorita, ya es hora de la reunión.

-Justamente para eso lo llamaba.

Flores Ancachi entrecierra los ojos.

-¿Qué pasa?

-Los muchachos decidieron que lo mejor era enviar a un representante.

-¿Un representante? Pero qué me está diciendo. Bien claro le pedí una reunión con todo el equipo.

-Lo sé, señor, pero todo el equipo pensó que más conveniente era enviar un representante.

-¿Usted también pensó lo mismo?

-Sí, yo también.

Flores Ancachi cuelga el teléfono. Mueve la cabeza afirmativamente. “Yo sabía”, piensa, “algo me decía que la cosa no andaba bien”. Un par de golpes a la puerta de su oficina, lo sacó de sus cavilaciones.

-Pase, por favor.

El congresista ve ingresar a uno de sus asesores principales. “Sin duda, el equipo ha sabido elegir”, piensa, “este es el más aguerrido de todos”.

-Así que tú eres el representante -le dice, sin antes siquiera saludarlo.

-Usted sabe, jefe. Los muchachos me pidieron que los represente y no les podía decir que no. Usted sabe.

-No, yo no sé. ¿Puedo saber por qué piensan mal? ¿Por qué han preferido no venir? ¿Por qué tienen que pensar que esta reunión no es algo bueno para ellos?

-No lo sé, jefe. Quizá porque es fin de mes y acabamos de darle los sobres. Muchos creen que nos quiere reunir para pedirnos más. Usted sabe.

El congresista mueve la cabeza de un lado a otro.

-Yo no quiero pedirles más. ¿Qué creen que soy? ¿Un abusivo?

-¿No nos va a pedir más dinero?

-No, ya te dije que no. Al menos no por ahora.

-Bueno, parece que nos equivocamos.

-Se equivocaron totalmente.

-¿Y entonces para qué era la reunión?

Flores Ancachi queda en silencio unos segundos.

-Te diré por qué quería la reunión. Quiero que cambien de actitud. Ya no soporto esa actitud tan fea que tienen conmigo.

-¿A qué actitud se refiere?

-Son varias cosas pequeñas que van sumando, o, mejor dicho, restando. Pero lo principal y lo que más me molesta, y lo que no me deja tranquilo son los fines de mes.

-Pero jefe, que yo sepa, todos cumplimos con entregarle parte de nuestro sueldo.

-Bueno, eso lo doy por descartado. Sería el colmo que no cumplan con eso.

-¿Y entonces?

-Ya que lo preguntas, te lo diré para que se lo digas a los demás.

El congresista hace un puchero con los labios, mientras su trabajador lo mira expectante.

-Ustedes entran a mi oficina con cara de velorio, me tiran el sobre y se van. Ya no me conversan, no me preguntan ni cómo estoy.

-Pero jefe, lo importante es que todos cumplimos con darle lo que nos pide.

-Sí, pero lo hacen como obligados.

-Porque estamos obligados. Usted sabe.

-Ah, no. No me vengas con eso. Yo no obligo a nadie.

-Vamos, jefe. ¿Por qué cree que le damos el dinero? ¿Por propia voluntad?

-No me cambies el tema. Además, ¿tú sabes cuánta gente quisiera trabajar aquí en el Congreso?

Una vez solo, en su oficina, el congresista Flores Ancachi se lanza hacia atrás, al límite del respaldar. ¿Por qué en otros despachos los trabajadores hacían sus contribuciones con la frente en alto, el corazón brincando y el ánimo al tope? ¿Por qué los trabajadores de sus colegas son agradecidos y considerados? ¿Qué les cuesta un poco de afecto? Después de todo, él no les pide mucho cariño. Solo el 10%.

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El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!