Pedro Castillo y Alejandro Toledo habían llegado casi a la misma hora, acompañados por sus respectivos guardias y con la misma determinación: entrevistarse con el jefe de aquella sede policial, donde se encuentra su actual morada, el penal de Barbadillo.
Pedro Castillo y Alejandro Toledo habían llegado casi a la misma hora, acompañados por sus respectivos guardias y con la misma determinación: entrevistarse con el jefe de aquella sede policial, donde se encuentra su actual morada, el penal de Barbadillo.

El calor llevaba horas colándose por las rendijas de la puerta, por la ventana y por el pequeño tragaluz. A esa hora, al mediodía, en aquel lugar, que se parecía más a una sauna seca que a una oficina administrativa de la Diroes, se encontraban sentados, en sendas sillas de plástico y frente a frente, dos expresidentes del Perú: Pedro Castillo y Alejandro Toledo. Habían llegado casi a la misma hora, acompañados por sus respectivos guardias y con la misma determinación: entrevistarse con el jefe de aquella sede policial, donde se encuentra su actual morada, el penal de Barbadillo.

Una vez dejados solos, en espera de ser llamados a la reunión, los exmandatarios no sabían bien qué hacer. Por momentos, se miraban, luego desviaban la mirada y la perdían en alguno de los rincones de la oficina. Ambos transpiraban y, en vano, trataban de refrescarse utilizando sus manos como abanicos.

—El chino salió —dijo Castillo y quedó en silencio, como esperando una respuesta, algún comentario.

Toledo lo miró y asintió con la cabeza.

—Sí, salió —respondió y no dijo más.

Menos de dos minutos después, Castillo no pudo más con la curiosidad. Se reacomodó en el asiento y le lanzó la pregunta que quiso hacerle desde que lo vio llegar a ese espacio.

—¿Para qué ha venido a ver al coronel?

Toledo sonrió con franqueza.

—Es lo mismo que quisiera preguntarle.

Castillo se encogió de hombros. En ese momento, ingresó un oficial y anunció que el coronel ya los podía recibir.

—¿Cómo? —preguntó Toledo— ¿A los dos juntos?

El oficial miró a Castillo.

—Por mí no hay problema.

—Por mí sí —objetó Toledo.

Los dos expresidentes se quedaron mirando un momento, como si estuvieran en una especie de duelo visual.

—Señores, ustedes deciden —les dijo el oficial—. Pero yo les aconsejo que lo vean juntos porque el coronel está a punto de salir.

—Carajo, qué humillación —exclamó Toledo—. Yo que me he codeado con los líderes más importantes del mundo, ahora estoy en este cuartucho, sudando y esperando que me reciba un coronel del montón. Y encima quiere que entre con este aspirante a dictador.

Castillo, mortificado, se levantó de la silla.

—Yo llegué primero —le dijo a Toledo—. Así que voy a entrar y si no quiere entrar conmigo, mejor todavía.

El oficial miró a Toledo, como dándole la última oportunidad de cambiar de opinión.

—Carajo —volvió a decir Toledo y se puso de pie.

La oficina del coronel PNP Guillermo Llerena, jefe de la Diroes, era el doble de grande de la antesala donde Castillo y Toledo lo estuvieron esperando. Además, gran diferencia, tenía instalado un aire acondicionado que funcionaba a la perfección. Tanto así que cuando los expresidentes ingresaron sintieron el golpe refrescante del aire helado. Por lo demás, el ambiente lucía tan descuidado como el resto de los espacios de aquella sede policial.

Tras los saludos protocolares, el primero en hablar fue Castillo. El hijo predilecto de Chota lanzó su pedido de forma directa, sin ningún miramiento. El hecho que Toledo estuviera a su lado, escuchándolo, no lo amilanó.

Ni bien escuchó la solicitud de Castillo, el coronel no pudo contener la sonrisa. Luego, volvió a la seriedad acostumbrada y entonces pensó que quizá, era probable, había escuchado mal. Respiró hondo, alzó las cejas y le pidió a su interlocutor, sentado del otro lado del escritorio, que, por favor, tenga la amabilidad de volver a hacerle la pregunta.

—Sí —dijo Castillo—, le decía que ya que Fujimori se fue, me gustaría irme con mis cosas donde él estaba. Usted sabe, es un lugar mucho más grande.

El coronel no había escuchado mal. El expresidente Castillo, el hombre que lideró el golpe de Estado más corto de la historia, quería ocupar el lugar dejado por Fujimori. En tanto, Toledo, mudo testigo de la escena, tampoco lo podía creer. Le parecía increíble la desfachatez de Castillo al hacer un pedido así, sobre todo porque él también había ido a requerir lo mismo.

—Señor Castillo, hay varias cosas que usted debe saber —dijo el coronel—. Primero, el establecimiento penitenciario de Barbadillo está ubicado dentro de las instalaciones de la Diroes, pero quien toma las decisiones en su interior es el INPE. ¿Me comprende?

—Le entiendo —dijo Castillo—. Pero lo que quiero saber es para cuándo podría mudarme.

El coronel movió la cabeza a los lados. Un pensamiento surgió y se instaló en su mente: “¿Este hombre dirigió el país durante año y medio? ¿También fue el jefe supremo de las Fuerzas Armadas y Policiales?”. Tras llevarse la mano a la boca y carraspear, se volvió a dirigir a Castillo.

—Parece que no me ha entendido, señor Castillo. Lo máximo que puedo hacer es tramitar su pedido porque yo no tomo esas decisiones. Y, permítame que se lo diga, si dependiera de mí ni siquiera tomaría en serio lo que me dice. Esto no es un hotel. Ya bastante tiene que agradecer que por su condición de expresidente no está en una cárcel común. Igual no sé por qué le dan esos privilegios. Que haya sido nuestro presidente debe ser un agravante, no un atenuante. Usted podrá haber tenido todo el poder que quiera, pero no se olvide que ahora su condición es la de un preso. Vergüenza debería darle.

Ni bien el coronel terminó de hablar, las facciones del rostro de Castillo se vinieron abajo, así como también la templanza que había mostrado. Como respuesta, apenas si pudo balbucear algunas palabras. Luego, se puso de pie y se retiró. Una vez que cerró la puerta tras de sí, el jefe de la Diroes se dirigió a Toledo.

—Perdone, señor Toledo. Quizá me excedí un poco, pero la gente desubicada me saca de mis casillas. Y este señor no sabe cuál es su verdadero lugar, su actual condición.

Toledo se pasó la mano por la frente y luego por el cabello. Ensayó una sonrisa y movió la cabeza hacia adelante, como signo de entendimiento.

—No se preocupe, coronel.

—Ahora dígame, ¿qué quería decirme?

El expresidente tomó una bocanada de aire antes de responder.

—Este…yo quería saber… mmm …si puedo comer pavo en Navidad.

—Pero claro, señor Toledo. Es una tradición. Coma todo el pavo que quiera.

—Gracias, coronel, muchas gracias.

Más tarde, echado sobre su cama, con las dos manos cruzadas detrás de la cabeza, Toledo pensó en lo ocurrido en la oficina del coronel. Recordó la reprimenda que le dio a Castillo y la tomó como suya. Se sintió muy afectado y se arrepintió de haber querido mudarse de lugar. Después de todo, el coronel tenía razón. “A propósito del coronel”, pensó, “¿cuánto costará instalarme un aire acondicionado como el de su oficina?”.

El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!


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