La reciente publicación de las memorias del doctor Jones de la Universidad de Indiana ha causado revuelo en los círculos académicos de Historia en nuestro país. En el capítulo que dedica a Sudamérica, el famoso arqueólogo relata un hecho hasta ahora desconocido ocurrido en el Perú. Aquí el extracto:

Una tarde, me visitó mi colega Marcus Brody. Estaba más alterado que de costumbre. Sin mediar palabra, me mostró la carta que, con letra temblorosa, le había escrito un amigo suyo que residía en Perú. En ella, le cuenta que un alemán, de unos 50 años, acababa de mudarse muy cerca de su casa, en un lugar llamado Santa Clara. El amigo de Marcus cuenta que fue a darle la bienvenida al recién llegado, pero no lo encontró. La curiosidad y un extraño presentimiento le hicieron rodear la casa e ingresar por la parte posterior. Cuenta que llegó a abrir los cajones de un escritorio y encontró un sobre con unas cuantas fotos, no eran más de cinco. Tuvo un devaneo y apenas pudo mantenerse de pie cuando las vio: ahí estaba su nuevo vecino vestido con uniforme nazi, junto con otros como él, sonriéndole a la cámara. En el sobre estaba flotaba un nombre: Friedrich Schwend.

Cuando leí el nombre de “Schwend” se me erizó la piel. Yo sabía bien su historia. Tuvo un cargo importante durante el nazismo y huyó a Estados Unidos, donde lo atraparon en 1945. Sin embargo, lo dejaron en libertad a cambio de información. Desde entonces, nadie conocía su paradero. Schwend fue un eximio falsificador y —he aquí de donde reside mi interés— un coleccionista de mapas históricos. Y, sobre todo, uno: un mapa elaborado por el cronista español Juan de Velasco en el siglo XVI, que mostraría, en forma cifrada, donde enterraron el oro de Atahualpa. ¿Qué podrían hacer los nazis con un tesoro así? ¿Volver a reagruparse en algún país desconocido?

Llegué al aeropuerto de Limatambo, en Perú, la mañana del 20 de febrero de 1952. Pregunté en los alrededores cómo podía hacer para llegar a Santa Clara. Un hombre aceptó transportarme por unos cuántos dólares. Ni bien arrancó el auto, pude ver que nos seguían. “Acelera”, le dije al conductor, pero el otro vehículo también aumentó su velocidad. “¿Cuánto falta para llegar?”, pregunté y él: “Más de una hora”. En ese instante, nos chocaron por atrás y el repentino empujón nos aventó contra el parabrisas delantero. En medio de la turbación, el auto avanzó un trecho más y nos estrellamos contra una pared. Me estaba incorporando cuando dos hombres fornidos me sujetaron, me arrastraron hasta su vehículo y me pusieron una capucha. “Malditos nazis”, llegué a decirles.

Minutos después, el auto se detuvo. Me extrajeron del auto y, siempre en tinieblas, me hicieron pasar por varios salones hasta que me pusieron en una silla. Entonces, me sacaron la capucha. La luz del día me hizo cerrar los ojos de golpe. Luego tuve que pestañear incontables veces para poder definir con claridad la imagen de la persona que, de pie y vestido de terno, me estaba observando.

—Permítame presentarme —me dijo—. Soy Alejandro Esparza Zañartu, la mano derecha del presidente Odría. ¿Y usted quién es? —Yo soy el Dr. Jones de la Universidad de Indiana —le dije—. ¿Ha oído hablar de mí? —No, casi nunca voy al cine.

El hombre era más bien bajo. No obstante, su seguridad y sus maneras lo hacían ver varios centímetros más alto.

—¿A qué ha venido al Perú?

—Soy arqueólogo.

—¿Un arqueólogo que busca nazis? Mis hombres me dicen que los confundió con nazis. ¿A qué ha venido en verdad?

—Ya se lo dije.

—Le advierto que en este país no se mueve un pelo sin que yo lo sepa. Cualquier problema que exista aquí, lo resolvemos nosotros. Es más, yo mismo lo resuelvo.

—Exijo que llame a mi embajada.

—No es necesario, doctor Jones. No le vamos a hacer nada. Después de todo, su país y el mío luchamos contra los mismos enemigos: el comunismo y el aprismo.

—¿El aprismo? ¿Qué es eso?

—Ah, cierto. Ustedes no conocen el aprismo. Y no lo van a conocer porque yo lo voy a destruir. Antes de dejarme ir, me dio su tarjeta, y me pidió disculpas por la forma en que me habían llevado.

—Nuestra idea era traerlo por las buenas, doctor. Pero usted huyó como huyen los que esconden algo.

Apenas salí, caminé un par de cuadras y busqué otra vez que me llevaran a Santa Clara. Tras una breve negociación, un conductor aceptó y emprendimos viaje. Rápidamente dejamos la ciudad. Pude ver interminables fundos y sembríos a ambos lados del camino.

Por fin, llegamos a Santa Clara. Saqué de mi bolsillo la carta del amigo de Marcus. Ahí aparecía una dirección y se la mostré al chofer. Pocos minutos después, me dejó justo frente a la casa. Me acerqué a la puerta. Toqué el timbre. Lo volví a hacer varias veces, pero nadie me atendía. Decidí entonces caminar y buscar directamente la residencia del nazi. Pasé por la parte de delante de una y, de repente, la sangre se me congeló. A mis oídos llegaron las portentosas, épicas y tenebrosas notas de Richard Wagner, el músico más admirado durante el nazismo. No podía ser casualidad. Esa debía ser la residencia del nazi y ahí, a escasos metros, debía estar también el mapa.

Tal como lo había hecho el amigo de Marcus, entré por la parte trasera del patio. Caminé con mucho cuidado porque sabía que, si la vitrola estaba sonando, el nazi también estaría ahí, imaginando, añorando el Tercer Reich. Ingresé con pasos sigilosos. La música bajaba desde el segundo piso. Aproveché para revisar la primera planta. Mi respiración se aceleró cuando vi un baúl, semiescondido, debajo de la mesa del comedor. Me agaché y lo abrí. Empecé a revisar. Había, en efecto, varios mapas antiguos, algunos daguerrotipos y un par de libros incunables. Por fin, lo encontré. Enrollado, dentro de un tubo de plástico, estaba el mapa.

En ese instante, tocaron la puerta de la casa. Me levanté a mirar por la ventana y veo a los hombres de Esparza Zañartu, golpeando con insistencia. Me volví a agachar y me metí completamente debajo de la mesa. Desde ahí, vi que por la escalera baja un hombre. No pude ver su rostro, pero debía ser Schwend. Apenas abrió la puerta, salí despacio por la parte de atrás. Llegué hasta el fondo del patio. Me trepé y me descolé por la cerca. Di a una especie de pequeño bosque. Caminé casi una hora hasta que di con una vía afirmada. Un carro se acercó. Temí que fuera Schwend, o los hombres de Esparza Zañartu. Sentía que no podía confiar en nadie. Por suerte, no era ninguno de ellos y pude convencer al chofer que me llevara de regreso a Lima. Apenas pude, tomé un vuelo de regreso y puse a buen recaudo el mapa.

Al día siguiente, desde aquí, desde mi oficina en la Universidad de Indiana, llamé a Perú, a Esparza Zañartu. Le conté que había un nazi en Santa Clara. Le di el nombre y la dirección con la intención de que lo detuvieran. No sé qué habrá pasado después. Quizá, para mejores resultados, debí decirle que Schwend era aprista.

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El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!


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