Detecto una tendencia universal a tomarnos a broma el tema de la vacuna contra el COVID. El sentido del humor es la mejor defensa que tiene el ser humano cuando, impotente, ve peligrar su futuro.
Sin exagerar, aunque sin olvidar el punto en el que se encuentra el planeta, convendría que, como hacían los primeros filósofos, nos empecemos a preguntar. No está de más aprovechar la soledad del confinamiento para ello.
En España, con 47 millones de habitantes, en algo más de un mes, se han distribuido 2 millones de dosis, suministrado 1.8 millones, y recibido la pauta completa, 580,000 ciudadanos.
Insiste el gobierno en que en julio, el 70% de la población estará vacunada. A este ritmo, solo un iluso puede pensar que se cumplirán los plazos.
¿Nos hemos dado cuenta de que la salud mundial depende de tres industrias farmacéuticas? ¿La alemana Pfizer, la norteamericana Moderna y la británica AstraZeneca? ¿Es esto moral, lícito, admisible?
A la UE, que centralizó la compra de las vacunas, las industrias farmacéuticas le toman el pelo. Lamentablemente, y como destaca el diputado belga Marc Botenga, los contratos suscritos han sido censurados en sus partes más sensibles, a diferencia de lo que ha hecho USA.
Resulta que no cumplen los términos pactados, o aparecen otros, que ponen en peligro las previsiones.
Y entonces es cuando uno tiene el derecho a preguntarse ¿tiene sentido que la salud de la población universal esté en manos de intereses comerciales? ¿Cuántos millones de personas han de morir, a la espera de que les llegue un fármaco que, como el Machu Picchu, debería ser Patrimonio de la Humanidad?
No pretendo llamar a la rebelión. Solo llamar la atención de que sin una política universal, sostenible y progresiva de vacunación estamos abocados temerariamente a nuestro fin.