Libros. (Foto: Andina)
Libros. (Foto: Andina)

En los tiempos en los que la vida se ha convertido en una vorágine, en los que la rutina parece comerse las horas, en los que el resto parece vivir enfadado, irascible y polarizado, la lectura se ha convertido en un acto de rebeldía. Ser lector en estos tiempos de la inteligencia artificial es, hasta incluso, un hecho revolucionario. Leer es tratar de parar el tiempo vertiginoso, es ralentizarlo con culpable gozo. De pronto, el mundo parece detenerse, el tráfico desaparece y la vida vuelve a nacer cuando se abre un libro. Quién no ha sido niño leyendo “La isla del tesoro”, “Alicia en el país de las maravillas” o “La vuelta al mundo en ochenta días”. Quién no se ha preguntado qué cosa es el bien y el mal leyendo “Crimen y castigo”, “Madame Bobary” o “Lolita”, libro afectado por la censura idiota en la que viene cayendo occidente.

El mundo que se abre (y que luego se cerrará por desdicha) ante nuestros ojos no envejece, es la fuente de la eterna juventud, aquella que los corsarios y piratas buscaban con desesperación en las tierras nuevas. La buena literatura es la que perdura. No imaginaría Cervantes, quien fue vilipendiado por los escritores intelectuales de su tiempo, que aquello extraño que había escrito, totalmente vulgar, con una forma diferente (a los escritos de Mateo Alemán, por ejemplo), sería venerado como el padre de la novela española tal cual como la conocemos. Los lectores somos invitados temporales, inquilinos, voyeristas de la trama, reinterpretes. La escritora Samanta Schweblin ha mencionado algo con lo que estoy completamente de acuerdo. Dice que la literatura es mucho más visual que el cine. De buenas a primeras parece una idea descabellada, pero ¿Cuándo leemos no construimos la película en nuestras mentes? Una sala completa del cine ve una sola película. Una sala llena de lectores construye tantas películas como cabezas hay en dicha habitación. Es decir, se reproducen más películas en las bibliotecas que en las pantallas gigantes del cine. Es importante que, en tiempos donde la pausa y la calma se han vuelto bienes escasos, tener una ruta de escape, una cápsula de aislamiento, una habitación de pánico. Leer es la mejor trinchera de combate en contra de la desidia, en contra del pesimismo y, por si fuera poco, en contra de la nefasta mediocridad que abunda en nuestro país.

Vi hace poco una conversación entre Emmanuel Macron y el escritor español Javier Cercas. Más allá de la cuestionada política del mandatario francés, encontrar un político que pueda sostener de igual a igual una conversación con un reconocido escritor es algo que no abunda. Ya quisiéramos que nuestros políticos tuvieran la decencia, y la capacidad, de leer unos cuantos libros al año. No hablo ya de los grandes clásicos o de las obras maestras, sino de cualquier libro. La mejor forma de preservar el sistema democrático es a través de la lectura. Son las mentes preparadas y los corazones educados, como diría Gomá, las que desarrollan un país, evitan la catástrofe autoritaria a la que estamos acostumbrados los latinoamericanos y mejoran la calidad de vida de los demás. Hoy, quienes somos lectores, estamos llamados a hacer una revolución social: contagiar la lectura para que todos podamos detener un poco la vorágine en la que estamos inmersos y, a partir de esa pausa, poder repensar el rumbo de nuestras realidades.

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