[OPINIÓN] Jaime Bedoya: Oppenheimer, la bomba y el Perú. (Midjourney/Perú21)
[OPINIÓN] Jaime Bedoya: Oppenheimer, la bomba y el Perú. (Midjourney/Perú21)

La peruanidad es como el agua. Fluida, persistente y discretamente invasiva. Comparte, además, la propiedad de presentarse en forma sólida, líquida y gaseosa. Virtud que es singular y aberrante al mismo tiempo.

La peruanidad sólida es consistente, compacta y arraigada. Es la que nos ha dado héroes y monumentos, que a veces coinciden, pero no son lo mismo. Los pesimistas dirán que son una minoría. Los optimistas dirán que siempre lo fueron, pero valen más.

La peruanidad gaseosa está signada por lo etéreo. Su condición vaporosa la hace insustancial, improbable punto de apoyo. Se desplaza según sople el viento, usualmente a su favor.

La peruanidad líquida probablemente sea la más común, silvestre y expandida por el país y el mundo. Consiste en una acuosidad que discurre por toda rendija, apertura o grieta que se le presente en el camino. Estamos en todas partes, al mismo tiempo y en los momentos más impensados. Y no caemos mal, solo caemos.

Loayza tocó este tema de manera culta en un ensayo de El sol de Lima. Bajo el título de “Vagamente dos peruanos”, refiere cómo tanto en Rojo y negro, de Stendhal, y En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, aparecen dos personajes que destacan por el exotismo de ser peruanos.

En Rojo y negro se trata de un general beligerante. En Proust, el peruano es un arribista adefesiero que jura venganza eterna a quien no lo ha invitado a una fiesta. Ambos perfiles son perfectamente compatibles con nuestra idiosincrasia.

Esta peruanidad líquida, como el agua de Bruce Lee que adopta la forma del recipiente que lo contiene, llega a todo tipo de ámbitos, reales y ficticios, siempre apuntando a un sentido secundario de la historia.

En las aventuras de Tintín, cuando este llega al Callo en busca del doctor Tornasol, aparece un personaje peruano carismático a pesar de su nombre: Zorrino. Peruano era Gonzalo More, portentoso amante de Anaís Nin. Peruana fue una esposa de John Wayne. Peruana era la llama a la que le canta Sinatra en “Fly with Me”, y peruanas las otras llamas sobre las que Leonardo di Caprio —interpretando al millonario loco Howard Huges— diserta en El aviador. Peruano fue el secretario de Pavarotti y peruana es la montaña ancashina que inspiró el logo de la Paramount.

Y así hasta llegar hasta Oppenheimer y la bomba atómica. La película de Christopher Nolan es un manjar visual, sensorial y filosófico. Pero no por ello inmune a la liquidez de lo peruano.

El tema en cuestión se filtra primero de manera indirecta pero decididamente aperuanada. Luego del lanzamiento de las bombas atómicas, el presidente Truman —que fue quien diera la orden— invita al padre del artefacto atómico, Robert Oppenheimer, a que lo visite en el salón oval de la Casa Blanca.

Mientras se da esa conversación áspera entre el político que dormía tranquilo por haber acabado la guerra al costo de 200 mil muertes japonesas y el científico que se consideraba el destructor de mundos, la cámara enfoca una de las paredes del salón oval de Truman. Ahí, en la pared, está el retrato de don José de San Martín, libertador y protector del Perú.

Desde un óleo que Perón le regaló a Truman, el libertador que cabalga en plaza limeña que lleva su nombre fue testigo de esta conversación entre Oppenheimer y el presidente de los EE.UU. que bombardeó Hiroshima y Nagasaki.

Y, al otro lado de San Martín, estaba el retrato de Simón Bolívar, el libertador venezolano que acertadamente nos definiera como nación de oro y esclavos: “El primero lo corrompe todo, el segundo está corrompido por sí mismo”.

La vinculación entre Oppenheimer, la bomba y el Perú continúa hasta un clímax contemporáneo más próximo a la vergüenza que a la curiosidad.

Se ha viralizado el capítulo de El precio de la historia en el que un par de arrancados ciudadanos norteamericanos llegan a la casa de empeño para rematar una reliquia de peruanidad líquida: la medalla conmemorativa de oro que le diera la UNI a Oppenheimer en su visita al Perú en 1968. Fue un reconocimiento extranjero en tiempos en que el físico era un apestado en su país.

Piden 15,000 dólares por la medalla. Acaban pagándoles 7,500 por ella. Más o menos lo que gana un congresista peruano en un mes.

El alcance de lo peruano podría ir aún más allá. A inicios de la Segunda Guerra Mundial, Perú navegó en una cuestionable neutralidad ante la invasión nazi de Polonia. Recién en 1945, seis meses antes de las bombas atómicas vinculadas a Oppenheimer, el Perú le declara la guerra a Alemania y a Japón. Con ello, además, ingresó como miembro fundador a la ONU.

Nos falta un historiador que se dedique a reconstruir la reacción tanto de Hitler como del emperador Hirohito al recibir la declaratoria peruana de guerra. Uno de los hitos cumbres de nuestra presencia tangencial en la historia.