Salir a la calle implica contemplar la posibilidad de acabar encañonado mientras te piden el celular, el reloj, o cualquier otra cosa material que de nada te servirá en una tumba.

Así las cosas, relacionarse con el mundo externo a través del teléfono además de comodidad es también prevención. Pero ahí uno se distrae en tonterías contemporáneas, o con fantasmas de tiempos idos.

Apareció un espectro el otro día. Fue cuando un amigo juicioso (es el fundador, y posiblemente único miembro, del Comando Anti Toribianitos del Perú) hizo un posteo digno de ultratumba.

De una manera discreta, como temiendo que se tratara de otra noticia falsa de esas que fluyen a diario, compartió una captura de imagen desconcertante: en Rappi se ofrecían los servicios alimenticios de una emblemática pero difunta pollería limeña que formó parte de la memoria colectiva de varias generaciones. Se trataba de El Rancho, ese lugar que te hacia feliz en base a la degustación de pollo a la brasa.

El Rancho delimitaba una geografía de la dicha. Estaba diseñado para la construcción de buenos recuerdos, sean infantiles, juveniles o adultos, los tres susceptibles a la travesura. A través del ave rostizada vertebraba la posibilidad de una diversión compartida.

Según esa imagen El Rancho había resucitado en Rappi. Lo extraño es que la pollería cerró, y fue derruida hasta ser polvo, en el año 2008.

Viviendo a pocas cuadras de la ubicación histórica en la avenida Benavides, salí en medio de la noche a ver si existía una correspondencia con la realidad. Casi llevo una linterna. Recordé que soy un hombre adulto.

No había nada parecido a la civilizada cocción de aves de corral sobre brasas. Seguía ahí la misma pared gris cubierta de grafiti, suerte de castigo visual por haber acabado con millones de recuerdos ajenos, demarcando el límite de la urbanización de agridulce fortuna que fue levantada en donde antes estaba la pollería.

Entré a Rappi y el Rancho no aparecía. Me comuniqué inmediatamente con el difusor de esa falsa esperanza. El juraba que sí, que era cierto, él había visto la oferta digital de pollos con los mismos ojos con los que podría detectar un Toribianito a 700 metros de distancia. Quedó el misterio.

La noche siguiente, casi habiendo olvidado el tema en virtud de problemas reales, entré a Rappi dispuesto a perder el tiempo, espíritu dominante cuando uno se entrega a la navegación celular.

Y, como buen fantasma, apareció El Rancho. Con el logo de siempre de los dos pollitos flotando sobre el amarillo tradicional de la marca. Lo acompañaba la consabida oferta pornográfica de dorada piel de pollo anticipando sabor y textura. Inmediatamente hice un pedido. Era un túnel del tiempo al alcance de la tarjeta de crédito.

Esta historia feliz en la que un negocio se convierte en sentimiento se remonta a 1957. Fue entonces que Isidoro Steinmann, sobre un terreno de 27 mil metros cuadrados en un descampado silvestre que se llamaba avenida Benavides, decidió visionariamente honrar uno de los pocos pero sólidos elementos de cohesión nacional: el pollo a la brasa.

Por entonces la pionera Granja Azul ya tenía ocho años perfumando la atmósfera de Santa Clara con el aroma del susodicho manjar. Isidoro convenció al suizo Franz Ulrich que había hecho las parrillas giratorias de la Granja Azul para hacer lo propio en Miraflores. Originalmente solo atendían automóviles, en aquellas bandejas que se colgaban en las ventanas. Un encanto premoderno que aún conserva, creo, el Tip Top de Lince.

El éxito del sabor irrepetible logrado gracias a un agregado secreto que Gastón Acurio revelaría años después hizo que el negocio inmediatamente creciera para atender una demanda que brotó de la nada.

Un salón comedor con acogedora chimenea central y orquesta musical en vivo amenizaba las noches polleras de comensales adultos contemporáneos. Quedaba naturalmente evidenciado el nexo magnético entre el pollo a la brasa y el romanticismo, siendo la chupada del huesito un preámbulo de manifestaciones superiores de afecto.

El desarrollo del área infantil aseguró una conexión íntima con la inocencia, activo eterno e impagable levantado sobre la hiperactividad y olor a pezuña, dos elementos sine qua non del contento infantil.

Las camas elásticas, el trencito, los juegos infantiles albergados en las letras de Inca Kola (pura genialidad simbiótica), y la posibilidad de festejar cumpleaños en alguna de las cabañas temáticas – El Castillo, Los Picapiedras, El Marcianito, etc – consolidaron del dominio futuro de El Rancho dentro del rubro todo tiempo pasado fue mejor de varias generaciones.

Además, El Rancho promovía el deporte. O aquello que se le acercaba a través de la amable práctica del golfito, actividad física para el alma.

En sus últimos años El Rancho se convirtió en patrimonio arqueológico de la nostalgia. Los que habían sido felices ahí de niños volvían de manganzones a celebrar cumpleaños en alguna cabaña, pero premunidos de cervezas y otros alucinógenos de posesión legal. Ni el tráfico, ni el encanto, ni los sabores eran los mismos, pero habían vuelto a la semilla.

Cerró en el 2008, tal como lo atestigua una última visita de un Henry Spencer al borde de la lágrima en un discurso plagado de puta cuñau, que es lo que dice cuando ya no hay palabras.

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El pedido del Rappi llegó a los pocos minutos. Según el mapa de la aplicación el origen de ese pollo estaba cerca, en la avenida Villarán, donde está La Panka. No quise averiguar más. No era el momento.

Envíe la foto de la entrega al amigo de buen juicio y a Gastón, entonces al otro lado del mundo. Fue Gastón quien en una de sus aventuras culinarias averiguó que la sazón especial del pollo de El Rancho residía en una mezcla de sal, pimienta, limón y maceramiento en cerveza. La grandeza de lo simple.

- ¿Qué tal estuvo?, preguntaron ambos.

La respuesta no tenía ningún valor culinario en absoluto. En solitaria penumbra, frente a un ala de pollo, había vuelto a bordo del majestuoso e inmortal Dodge Coronet 440 de Rex a degustar anticuchos de hígado de pollo al final de una noche en que las resacas aún no existían. Volví a intentar ese imposible hoyo en uno en el desafiante Molino del golfito. Vi a mi padre suspirando mientras subíamos una y otra vez al caballito que galopaba inmóvil. Vi los ojos inmensos de Fabiola dando cuenta de una pierna con el hambre milenario propio de un cierre. Volví a preguntarme si alguien de buen corazón y sano juicio no habría atesorado las ocho letras gigantes de Inca Kola, ahora que tengo jardín.

La nostalgia es el más exquisito de los sabores.

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  • Gracias a la amable noticia de Mauricio Steinmann, hijo de don Isidoro, se puede afirmar que esta pollería fantasma no está relacionada en absoluto con el original El Rancho Dorado S.A. de la avenida Benavides. Más información en Facebook bajo “El Rancho Perú”.

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