Cuando alguien te enseña algo te está regalando una nueva forma de vivir. Existen los maestros obligatorios, los del colegio. Héroes y villanos profesionales que suelen acabar siendo los resilientes parachoques de adolescentes inconscientes. Además de gratitud, con el tiempo a ellos uno acaba debiéndole disculpas.

Existen también los maestros temporales, que el inclemente paso del tiempo acaba convirtiendo en olvidadizos recuerdos anónimos. Sirva el día del maestro para intentar hacer reaparecer la pequeña magia de esos maestros accidentales.


La fuerza ajena como fuerza a favor


Una florería de la calle Pershing ocultaba un secreto tras rosas, geranios y tulipanes. Escondido en su interior yacía el pobre pero honrado tatami de una academia de judo que no tenía nombre.

En la academia sin nombre el disfuerzo infantil estaba prohibido. La disciplina era férrea, transmitida en un español gutural al borde de lo incomprensible. Las enseñanzas solo eran demostrables al manifestarse a golpes.

El sensei era un señor japonés mayor, pequeño y calvo, insospechable de fiereza marcial. Hasta que le pedía a su pequeño alumno que lo atacara con todas sus fuerzas.

Utilizando la inercia de esa ira indisciplinada te hacía creer que lograbas algo cuando en realidad estaba a punto de aprovechar tu impulso para levantarte en peso, regresarte a la realidad con un contra suelazo y atraparte en un irresoluble candado humano. Luego te soltaba y te decía otla vé.

Fueron necesarios miles de otla vé para llegar a la revelación: una fuerza contraria siempre puede ser usada a favor. O mejor dicho, siempre debe ser usada a favor.

Acabada la infancia nos estábamos mudando, lo que dio por concluidas las clases marciales clandestinas en la florería.

En esos días de exalumno fue extraño ver un día al sensei como persona común y corriente, sin kimono, acomodando mansamente flores en un balde.

Al verme se puso rígido y serio, como si le debiera algo. Tomó unos segundos entender que estaba en falta: debía respeto. Avergonzado, hice una torpe reverencia. Él asintió de manera casi imperceptible y volvió a sus flores en un balde, dando a entender la diferencia entre lo importante y lo urgente.


La libertad se aprende


Había varias maneras de aprovechar las horas muertas entre clases del campus de la Universidad Católica. Una de las favoritas era marmotear entre los jardines. A mí se me ocurrió meterme en clases de batería que encontré anunciadas en los avisos clasificados del diario.

El profesor enseñaba en su casa, a la vuelta de la plaza San Miguel. Era argentino, parecido a Maradona, pero con unas cejas en diagonal que le daban un aspecto permanentemente melancólico, hasta cuando estaba risueño.

Las clases eran en su sala-comedor-cocina. Una pequeña batería instalada mirando a la pared era el umbral mágico que prometía hacer inmenso ese pequeño rincón vecino del Parque de Las Leyendas.

La primera lección era cómo sentarse. La postura predisponía la posibilidad de acción de las extremidades, pues cada una de ellas aportará un papel distinto en un ritmo. Luego venía lo más difícil y disruptivo, independizar la acción entre ellos como si cada uno tuviera su propia mente.

Las claustrofóbicas clases de percusión en San Miguel se volvieron sacrificadas e inmensas. Hasta hacerme entender que la libertad del ritmo - y de lo que sea- solo es posible al cabo de acumular horas y horas y horas de tediosa práctica.

Pocos años después, como practicante en una revista, me tocó hacer la obligatoria nota sobre circos en julio. Se trataba de un circo italiano que posiblemente era colombiano, donde una lindísima niña trapecista me invitó a tocar un elefante como si compartiera un tesoro que sus ojos anunciaban.

Esa misma noche, usufructuando las inevitables entradas de cortesía, primeras glorias del canje, vi la función completa. La niña trapecista, una marquetera cualquiera, me ignoró explícitamente. Pero en la banda de música, al mando de la batería, estaba el profesor argentino de cejas caídas. Más viejo, más cejón.

Lo saludé a la distancia, pareció alegrarse, aunque con esas cejas nunca se sabía del todo. Se pasó la función haciendo redobles complicadísimos que él sabía que solo dos personas del público entenderíamos: el virtuosismo como recompensa de la práctica.

Al oírlos, así estuvieran serruchando a una mujer en dos, inmediatamente volteaba a verlo para disfrutar la técnica en tiempo real, conexión secreta que él marcaba con un golpe en el platillo mayor tal como cuando el torero lanza la montera para brindar un toro. Profesor, lección aprendida.

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