Batalla entre romanos y cartagineses. Óleo sobre tela de Cornelis Cort, 1570. Museo Pushkin, Moscú.
Batalla entre romanos y cartagineses. Óleo sobre tela de Cornelis Cort, 1570. Museo Pushkin, Moscú.

Cuando Roma aún no era un imperio, Aníbal increíblemente cruzó los Alpes con elefantes de guerra y tomó por sorpresa a sus huestes. En la batalla de Cannas, 50 mil cartagineses derrotaron a 87 mil romanos. Era el año 216 a. C. Aterrorizados, los habitantes de la Ciudad Eterna clamaban: “Hannibal ad portas!” (¡Aníbal está en las puertas!). Y todo parecía perdido. Mas el gran estratega no tomó Roma. “Eres capaz de conseguir una victoria, oh Aníbal, pero no sabes usarla”, le increpó Maharbal, el numidio líder de la caballería cartaginesa. Catorce años más tarde, de retorno en su continente, Aníbal fue derrotado por Escipión el Africano en la batalla de Zama y Roma sometió el Mediterráneo.

Luego de la victoria de Sangarará, en noviembre de 1780, Micaela Bastidas urgió a José Gabriel Condorcanqui, que reivindicaba el título de Túpac Amaru II (para indignación de la nobleza inca), a que asaltara la ciudad de Cusco (‘Cuzco’, según Rodolfo Cerrón Palomino). No lo hizo en su momento y los refuerzos enviados por la Corona le impidieron hacerlo luego. Sobrevino entonces la traición y fue entregado a las tropas del rey. Así, la mayor rebelión contra el poderío español en el siglo XVIII terminó con la ejecución de su líder en mayo de 1781.

El 17 de julio de 1942 empezó una de las mayores batallas de la historia de la humanidad. Stalingrado era un punto clave por su poder industrial y porque controlaba el río Volga, pero Hitler quería tomar la ciudad, sobre todo, porque tenía el nombre del líder de la Unión Soviética, de infausta memoria. Cuando el 2 de febrero de 1943 el general alemán Friedrich Paulus se rindió, sus bajas ascendían a medio millón, incluidos sus aliados italianos, rumanos y húngaros. En el otro bando, un millón de soviéticos perecieron en la defensa, que duró más de seis meses. Este fue el inicio de la agonía del Tercer Reich, que culminaría dos años después. ¿Qué habría sucedido si Alemania hubiera ignorado el valor simbólico del nombre de la ciudad y se hubiese dirigido de frente a los pozos petrolíferos de Bakú? Ahora el mundo podría ser siniestramente distinto. Mas la soberbia de Hitler lo obsesionó con el nombre de Stalingrado, y lo perdió. Hoy la ciudad se llama Volgogrado.

Así, pues, en la guerra (y acaso también en el amor) las grandes derrotas provienen de un trágico error de interpretación (de lectura), que puede inhibir un movimiento decisivo.

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