“Vivimos, con desparpajo, la crisis de la crisis. Esa, en la que se enfermó el amor de oportunismo”. (Foto: Andina)
“Vivimos, con desparpajo, la crisis de la crisis. Esa, en la que se enfermó el amor de oportunismo”. (Foto: Andina)

San Pablo nos dice: aunque hablara todas las lenguas, tuviera el don de la profecía, conociera todos los misterios y la ciencia y tuviera fe para trasladar montañas, “si no tengo amor, no soy nada”. Y sumaste: aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, “si no tengo amor, no me sirve para nada”.

La integridad es una forma de amor. Si no la tengo, no soy nada y todo lo que haga de nada me sirve. Así es, la deshonestidad destruye los lazos que tejo con los otros y me hace nadie. Más temprano que tarde, de una u otra forma, nos agarra de costado y nos desaparece.

Acá no solo mostramos ineptitud y carencias de ciencia, dones, conocimientos y fe, sino que, además, lucimos superabundancia de deshonestidad. Vivimos, con desparpajo, la crisis de la crisis. Esa, en la que se enfermó el amor de oportunismo. Esa, la del desamor que “transa y avanza” y “roba y deja robar”.

Todo eso es triste y verdadero, pero, aunque no lo parezca, la corrupción tiene a su lado a la integridad. Transformaciones sociales han sucedido. No me extraña que la ética haya producido en el mundo resultados extraordinarios; que sea megatendencia empresarial en el siglo XXI; que sea la que se destaca en los mercados altamente competitivos y que las empresas más ricas del mundo y sus patrias sean aquellas que son las más éticas del mundo. No me extraña, en suma, que el mejor negocio sea y haya sido siempre el de ser honrado.

Así es, donde está la corrupción, está el germen de la integridad. A su lado, se abren paso las reservas morales de un país. El amor se enferma, pero se cura: no está en un lecho de rosas, pero es él el que nos doblará el espinazo.

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