El nuevo only game in town. (Foto: Giancarlo çvila / Grupo El Comercio)
El nuevo only game in town. (Foto: Giancarlo çvila / Grupo El Comercio)

El desenlace de la actual crisis política es una arbitraria concentración del poder en el Ejecutivo. El margen de interpretación constitucional empleado por Martín Vizcarra es tan amplio, que cae en una zona gris inmensa. En la cúspide de una ola populista alimentada por el propio gobierno, y ante la imposibilidad práctica de un pronunciamiento taxativo por la autoridad competente (el mismísimo Tribunal Constitucional se encuentra en un limbo), la disolución del Legislativo es sostenida principalmente por la legitimación de la opinión pública. El consecuente desbalance de poderes ha sido aceptado y celebrado por la mayoría de actores, desde instituciones tutelares (fuerzas del orden) hasta organizaciones de la sociedad civil (universidades privadas). La convocatoria a adelantar elecciones parlamentarias (no generales), proyecta un gesto democrático que convence -paradójicamente- a la comunidad internacional, pero traiciona la promesa presidencial del “nos vamos todos”.

Un régimen democrático requiere que tanto el Ejecutivo como el Legislativo tengan la vocación de respetar el equilibrio de poderes constitucionalmente instituido. Desde el 2016, empero, ambos dominios se han obsesionado con la desaparición del rival, colapsando con ello la institucionalidad política. Las trifulcas del fujimorismo contra Kuczynski, y las reyertas de Vizcarra contra el fujimorismo, no distinguieron -en sus respectivas embestidas- al oponente de la institución que ocupan. En ese sentido, las convicciones democráticas de Vizcarra son, cuando menos, tan cuestionables como las del fujimorismo.

Hoy, tenemos un sistema político más deformado y con más zonas grises que el que recibió Vizcarra en marzo de 2018. Disfrazado de reformismo, el presidente sustituto ha perjudicado irreparablemente al Congreso con la prohibición de la reelección parlamentaria. Su reforma judicial truncó la formación de un organismo autónomo para el nombramiento, ratificación, destitución de jueces y fiscales. A la vez, mantiene la provisionalidad de las jefaturas de la ONPE y RENIEC, claves para el proceso electoral adelantado. Preside un consejo de reforma del sistema de justicia, colocándose por encima de la rama judicial. El summum de su desvarío, su proyecto de ley para cambiar las reglas de elección de los magistrados del TC y el llamado a elecciones anticipadas, ha abocado al conflicto entre poderes a una colisión desastrosa.

Los antecedentes reseñados delatan el comportamiento beligerante del vigente Ejecutivo, con los otros poderes del estado y con la institucionalidad.

¿Por qué, sin embargo, amplios sectores de la sociedad no cuestionan la “vocación democrática” de Vizcarra? Sin dudas, en ello influye el desprestigio de sus rivales -etiquetados de “aprofujimoristas”-, muy lastrados por las presunciones de corrupción bajo investigación -pese a involucrar actores de diestra a siniestra-. Mas, ¿es ello suficiente para hacerse de la vista gorda con la arbitrariedad y el acoso del Ejecutivo para con la institucionalidad política?

Es innegable que Vizcarra y Fuerza Popular han desafiado la convivencia de poderes. (El fujimorismo se tumbó, en la primera que pudo, al gobierno que le arrebató en las urnas su oportunidad de retornar al poder. Vizcarra ha dañado sistemática y estructuralmente las instituciones políticas, especialmente al Legislativo). Pero el daño mayor a nuestra democracia, proviene de la cultura política que normaliza la excepcionalidad. Cuando políticos y ciudadanos estandarizan la disolución del Congreso como parte de las normas de lo que consideramos the only game in town. Otrora, la hiperinflación y el terrorismo justificaron el 5 de abril de 1992; hoy se esgrime una excusa menor. Prospectivamente, la asimilación y consolidación cultural de valores antidemocráticos, de “mano dura”, continuará devaluando el respeto a la legalidad y carcomiendo nuestras débiles, escasas instituciones democráticas.

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