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Redacción PERÚ21

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El cilicio ecuatoriano, Rafael Correa, ha dado un nuevo ajustón al pueblo y a la democracia de su país. No obstante que fue re-reelegido (léase, por tercera vez) en el 2013, ahora pretende reelegirse… indefinidamente. Así, como si fuera uno de los hermanitos Castro en Cuba o uno de esos dictadores norcoreanos.

Ecuador se ha convertido, gracias a la destreza y el abuso del poder político, en una autocracia: el poder recae en una persona que no da cuenta de sus acciones, ni al pueblo ni a las instituciones.

En el 2008, Correa cambió la Constitución por primera vez a fin de lograr un tercer mandato y, a lo Fujimori, interpretó la segunda elección como si fuese la primera. Ahora, de acuerdo a la actual Constitución, Correa tendría que –sí o sí– dejar el mando en el 2017 luego de dos periodos; de ahí la necesidad de cambiar la Constitución para entronarse ad infinítum.

En un alarde de audacia, ha sostenido que el cambio constitucional no persigue fines personales: "Si yo buscara la gloria, trascender para la historia, tuviera fines egoístas, sería un buen momento para retirarme". Claro, debemos entender que la búsqueda del poder indefinido es un ejercicio de puro altruismo. En fin.

Uno esperaría una crítica amplia por parte de los sectores opositores y de la prensa libre, pero, como sabemos, no existen ni prensa independiente ni opositores. A los primeros los fue callando por distintos medios y a los segundos los metieron en un fardo político.

Lo de Ecuador pinta mal; y, para desgracia de la región, no es una realidad exclusiva del norteño país. Venezuela, Bolivia, Argentina y otros siguen por el mismo camino.

Por ello, el principal reto de los peruanos es institucional. El traspaso democrático del gobierno en el 2016 significará un hecho inédito en nuestra historia: por primera vez se transferirá el poder por cuarta ocasión consecutiva. Es una lástima por Ecuador, pero los peruanos tenemos que enfocarnos en ese objetivo democrático.