Una vez una señora entró a ver una de sus exposiciones y dijo “Dios mío, este es el infierno”. Luego, le ofreció disculpas al artista. Pero él le dio la razón: el Perú es un infierno, señora, le dijo. O al menos así lo vio cuando llegó a Lima desde Cusco y vio asesinatos, personas descuartizadas, robos, injusticias y suicidios. Fue el 26 de noviembre de 1962. “¿Y así quieren que pinte claveles y rosas?”, se pregunta el maestro retóricamente. “Cuando pinto un cuadro, me libero de mis fantasmas”, confiesa. Más le preocupa quienes no saben pintar, dibujar ni escribir. Esos que no saben expiar a sus demonios. Afortunadamente, el maestro cusqueño no tiene ese problema. Raja abiertamente de todo y de todos, desde Szyszlo hasta la llegada de los españoles. Solo se salva Botero, a quien conoció. Quizás porque acaba de morir. “Este Perú ha sido conquistado, pero no descubierto”, dice, renegando de varios episodios de nuestra historia. “No fue el encuentro de dos civilizaciones”, critica. ¿Los incas no fueron también violentos conquistadores de las demás culturas prehispánicas? El artista se resiste. Tampoco admite que, así como el cuy en “La última cena” del también artista cusqueño Marcos Zapata, él también tiene un elemento español en el centro de su arte. Porque su maravillosa noción del infierno llegó con la conquista, aunque no le guste admitirlo. Y sus cancerberos, dragones y demás animales del bestiario que tan bien conoce descienden del barco. Es como el Qoricancha, una unión de dos mundos. Y sin querer, reniega también del malagradecido Cusco, que no lo trató tan bien como París, donde ahora reside. Cuenta que una vez gestionó la visita de Picasso a su ciudad natal, pero que un alcalde se opuso. El ombligo del mundo solo se mira el ombligo. Muestra un libro Qolqampata-Quintanilla, que rinde homenaje a su obra, que engalana un antiguo palacio cusqueño convertido en hotel. Y sigue renegando mientras se sirve un vino.

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Alberto Quintanilla Entrevista

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